Lecturas
El incidente provocó un escándalo monumental, no solo por la posición social de la víctima, acaudalado negrero y propietario del palacete de la esquina de Obispo y Cuba, sino también por el lugar donde ocurrió, en la iglesia de San Agustín y mientras se celebraba el santo sacrificio. Don Joaquín Gómez y Hano de la Vega sobrevivió al atentado, pero quedó ciego por el resto de su vida. El victimario, un médico catalán de apellido Verdaguer, se suicidó en el mismo lugar de los hechos que, con los años, sería consagrado como iglesia de San Francisco de Asís.Eran los tiempos del capitán general Miguel Tacón, Duque de la Unión de Cuba y Vizconde de Bayamo, y Joaquín Gómez, junto con Pancho Marty, Manuel Pastor, los hermanos Samá y Julián de Zulueta, era, entre otros, uno de sus colaboradores más estrechos y uno de los negreros más connotados de la época. Había cambiado la casaca. Antes de la llegada de Tacón, se le conoció en círculos liberales y antimonárquicos como Arístides el Justo, un turbulento tribuno del club secreto de la Cruz Verde, cuyos discursos se aplaudían con sordina por temor a la esbirriada colonial, hasta que ya con fama de rico y para sorpresa general se vio al tribuno de las libertades y fanático de la Constitución como parte del consejo privado de Tacón.
«Ya puede suponerse todo el cúmulo de indignidades que representaba aquella privanza de don Joaquín Gómez con el derrotado de Popayán. Lo cierto del caso es que Arístides el Justo disfrutó de una influencia decisiva en la esfera oficial y que se le buscaba para todo gatuperio como la llave maestra, o, mejor dicho, como la ganzúa de palacio», escribe Álvaro de la Iglesia en una de sus Tradiciones cubanas.
Por su parte, María Teresa Cornide, en su De La Havana, de siglos y de familias (2008), expresa: «Al finalizar el período legal de la trata de esclavos, en 1847, don Joaquín Gómez y Hano de la Vega era el octavo negrero de Cuba y representaba los intereses, en el comercio de esclavos, de la nobleza y del Gobierno metropolitano, los que, por razones políticas, permanecían encubiertos. Según un informe de la Real Junta de Fomento, emitido en 1836, este personaje ocupaba el sexto lugar entre las grandes fortunas de La Habana…».
La llegada a La Habana del capitán general Miguel Tacón, en 1834, fue «saludada» con un pasquín en el que se le hacía saber que viviría si se comportaba como Francisco Dionisio Vives, uno de sus antecesores en la gobernación de la Isla. Pero don Miguel traía instrucciones muy precisas de cómo proceder y las cumplió, sin importarle las amenazas. Debía enfrentarse al contrabando y sanear la economía, y remover del poder político colonial a los patricios criollos, esto es, «limpiar» de criollos el Ejército, la Marina, la administración, la magistratura, la enseñanza y, en lo posible, el clero.
Observa María Teresa Cornide: «Durante su Gobierno, la composición de la camarilla palaciega se transformó total y abruptamente. De pronto, la recomendación de un funcionario o hacendado criollo, el “billetico” de una marquesa en la antesala del gobernador, dejaron de tener efecto. La aristocracia cubana, que toleraba apenas con cortesía a los advenedizos comerciantes peninsulares o a los tratistas del puerto, pasó a ser desplazada por estos, tanto en su asesoría en política colonial como en las visitas diarias del palacio de gobierno».
«Taconazos» llamaron los habaneros a las medidas tomadas por el Gobernador, que bien sabía que «solo la presión permitiría mantener el dominio español en el país», y fue en eso, afirmaba Juan Pérez de la Riva, «un ejecutor consecuente», que se enriqueció con el comercio de esclavos y la venta de emancipados. Durante sus cuatro años de mandato recibió de los negreros conocidos letras sobre París y Londres ascendentes a 450 000 pesos. Hizo Tacón, sin embargo, mucho por La Habana, y a todo lo que se hizo bajo su Gobierno puso su nombre. El buen Gobierno de la Isla en materia cotidiana y de obras públicas, sobre todo en la capital, estuvo ensombrecido por sus actos despóticos y su fomento del comercio de esclavos.
Obras suyas son el mercado, la cárcel, el paseo, el teatro. Rotuló las calles y enumeró los locales. Acometió un plan de embellecimiento de la ciudad que elaboró el ingeniero Mariano Carrillo de Albornoz.
Hoy siguen impactando el Paseo Militar o de Carlos III y, sobre todo, el Gran Teatro, en su momento uno de los mejores del mundo, comparable, se dijo, con el San Carlo, de Nápoles, y la Scala, de Milán. Se le vio como un salón que no desentonaría en Londres ni en París. Viajeros hubo que se resintieron al encontrar en la colonia lo que no existía en la metrópoli. Un teatro en el que el palco destinado al Gobernador lucía mejor adornado que el que se destinaba a los reyes en algunos países. Su lámpara central, en forma de araña, fue uno de los símbolos de la ciudad y su acústica era insuperable.
El 15 de abril de 1838 se iniciaba en el Gran Teatro su primera temporada dramática y con ella quedaba oficialmente inaugurado. Por esas coincidencias de la vida ese día llegaba a La Habana la real orden que disponía el cese de Tacón como Gobernador y su sustitución por Joaquín de Ezpeleta. Saldría de Cuba el 22 del propio mes.
Por aquellos tiempos, curando o matando gente, sobre todo a peninsulares atacados por la fiebre amarilla, hacía dinero en La Habana el médico Verdaguer. Lamentablemente, el escribidor no ha podido dar con su nombre de pila: no lo consigna ninguna de las fuentes consultadas. Tampoco viene al caso. El asunto es que el sujeto, como la generalidad de la gente de entonces, más que en un banco, prefería guardar sus ahorros en una casa de comercio, y en una casa de comercio de la calle Oficio depositó el médico catalán su pequeña fortuna.
En mala hora. Empezaron los rumores. La cosa no les iba bien a los propietarios de aquella casa, que amenazaba con quebrar, y Verdaguer, cada vez más temeroso, comprendió, aunque tarde, el error de haber confiado su dinero a quienes no habían sabido cuidar del suyo.
Reclamó, en vano, y presentó una demanda ante el Tribunal de Comercio y el fallo le fue adverso. Pidió ayuda a don Joaquín para que intercediese a su favor, y nada, el poderoso negrero no se dignó a atenderlo siquiera. Un rumor confuso, pero creciente, llegó a los oídos del médico desdichado. La intervención de don Joaquín ante el tribunal, más que ayudarlo, había terminado hundiéndolo.
Escribe Álvaro de la Iglesia:
«En el alma del médico catalán se despertó un invencible deseo de burlar aquella infamia y buscó al causante principal de ella, que no era otro que Arístides el Justo, quien, poniendo en juego su incontrastable influencia con el general Tacón, había logrado arrancar un fallo injusto al Tribunal de Comercio. Entonces juró cobrársela de onza a peso, como se dice vulgarmente, al sabichoso leguleyo y dio en seguirle los pasos hasta dar con el sitio en que, con toda seguridad, pudiera romperle el alma».
Prosigue De la Iglesia:
«Como casi todos los pícaros, Gómez era muy devoto, o lo aparentaba, oyendo muy de mañana misa, diariamente en San Agustín. Allí lo esperó Verdaguer un domingo del mes de mayo [no consigna el año] y, en cuanto lo vio arrodillado en el presbiterio, se le acercó por detrás y le rompió en el cráneo un pomo muy regular, lleno de ácido sulfúrico. Hecho esto, y como si ya no tuviera más que hacer en el mundo, se tomó el contenido de otro pomo que llevaba dispuesto y cayó muerto sin decir Jesús».
Como ya se dijo, Joaquín Gómez Hano de la Vega salvó la vida, pero quedó ciego. María Teresa Cornide no especifica cómo se suicidó el doctor Verdaguer.
El acaudalado negrero murió sin hijos. Tenía sobrinos. Sus herederos vendieron a la Iglesia Católica una de las mansiones familiares, la de la esquina de Habana y Chacón, donde radica el Arzobispado habanero. La otra, la de Obispo y Cuba, fue remodelada por uno de los sobrinos, Rafael Toca, Conde de San Ignacio, que la hizo su residencia. En 1885 se instaló allí el Hotel Florida hasta que en la década de 1960 pasó a ser una casa de vecindad. Se restauró otra vez como hotel. Desde la pandemia permanece cerrado.