Lecturas
El 31 de octubre de 1901 se publicaba en La Gaceta de La Habana la Orden Militar 234, mediante la cual Leonardo Wood, jefe de las tropas de ocupación norteamericanas en la Isla, designaba al erudito Domingo Figarola-Caneda como director de la Biblioteca Nacional de Cuba. La disposición surtía efecto, con carácter retroactivo, desde el 18 del mismo mes, cuando Figarola-Caneda, personado en el Castillo de la Fuerza, la fortaleza más antigua de América, sede a la sazón del Archivo General, se hacía cargo del salón de 30 x 7,5 metros que la Orden Militar destinaba como local de la naciente institución. Quedaba fundada de esa manera la Biblioteca Nacional, cuyo fondo primero se conformó, en lo esencial, con los 3 000 volúmenes que su director-fundador desgajó de su colección particular. Concluía así un proceso iniciado en 1899; desde entonces varios cubanos preocupados por el desarrollo de la cultura se habían acercado al Gobierno interventor a fin de hacerle tomar conciencia de la importancia de la creación de la biblioteca e impelerlo a crearla.
Otro proceso, más singular aún, se abriría entonces. Mal ubicada —a la estrechez del local asignado se sumaba la humedad reinante en la fortaleza—, con un fondo pobre y deficiente y un presupuesto que solo variaba para mermar, la Biblioteca fue reflejo fiel de la estúpida frialdad oficial. Todavía en 1949 el ensayista Félix Lizaso la definía como «esa pobre y maltratada casa».
Casi de heroica puede calificarse la responsabilidad —pésimamente pagada por demás— que Figarola-Caneda echaba sobre sus hombros. Las cosas apenas mejoraron con el cese de la ocupación norteamericana y el advenimiento de la República, el 20 de mayo de 1902. Si bien el cambio de soberanía trajo para la biblioteca el traslado a un lugar si no idóneo, al menos más apropiado —la antigua Maestranza de Artillería—, mejoras en el mobiliario y un enriquecimiento relativo del fondo bibliográfico, la institución siguió careciendo de personal técnico calificado y la clasificación y catalogación de los libros siguió al garete. Cuando en 1910 se pudo al fin confeccionar el catálogo, el fondo ascendía a 10 350 volúmenes. Evidentemente, Figarola-Caneda había hecho maravillas con el renglón del presupuesto destinado a la adquisición de libros que en ese año fue de 2 400 pesos, cantidad que debía cubrir también los gastos de impresión de la Revista de la Biblioteca Nacional, que comenzó a publicar en 1909 y que cesó, en aquella etapa inicial, en 1912. No pudo seguir apareciendo entonces porque un secretario de Instrucción Pública —Ministro de Educación— suprimió del presupuesto de la institución lo asignado para publicaciones, y otro secretario la despojó de la imprenta y la instaló en la Escuela de Artes y Oficios.
En 1929 las estanterías de la Biblioteca son trasladadas al Capitolio, recién construido entonces, y los libros, metidos en cajas, fueron llevados a la cárcel de La Habana, al final del Paseo del Prado, en las inmediaciones del Castillo de La Punta. No obstante, la institución mantenía su sede en la Maestranza de Artillería y con los libros que se salvaron del incendio que destruyó parte de la cárcel pudo reanudarse el servicio. Pero en 1938 el coronel Fulgencio Batista, jefe del Ejército, y el teniente coronel José Eleuterio Pedraza, jefe de la Policía Nacional, se antojan de construir nuevos locales —los llamados castillitos— para alojar las estaciones de policía, y escogen los terrenos donde se erigía la Maestranza, en la calle Cuba esquina a Chacón, para edificar la jefatura de ese cuerpo represivo.
No pocas figuras de la cultura intentaron convencer a Pedraza de que eligiera otro sitio para la jefatura. Nadie pudo hacerlo entrar en razones. Cuando el reclamo empezaba a agobiarlo, dio una respuesta tajante y definitiva. Dijo: «O sacan esos papeles de aquí o 20 de mis hombres los tiran al mar». Así, la Biblioteca se reinstalaba en el Castillo de la Fuerza.
Tal era la despreocupación y desidia de las entidades oficiales que el historiador Emilio Roig, a la cabeza de un grupo de intelectuales, se dio a la tarea de fundar la Asociación de Amigos de la Biblioteca Nacional, que redactó de inmediato un proyecto de ley —el Congreso no lo aprobó— que disponía para los editores cubanos la obligatoriedad de enviar a la institución un ejemplar de cada obra que imprimieran.
Una ley de 1941 estableció un impuesto de medio centavo por cada saco de azúcar de 350 libras producido. El tributo pretendía dotar a la Biblioteca de terreno propio y edificio adecuado, así como de mobiliario y talleres. En 1952 se colocaría la primera piedra de esa edificación. Ocuparía un área de más de 22 000 metros cuadrados encimada a la Calzada de Rancho Boyeros en la entonces llamada Plaza Cívica o de la República, actual Plaza de la Revolución. Un proyecto con el que los arquitectos Govantes y Cabarrocas, que tantas muestras de su arte dejaron en La Habana, habían obtenido el segundo premio en el certamen convocado para la construcción del monumento a José Martí en la misma plaza. Proyecto de un monumento funcional adaptado para biblioteca y en el que junto a una torre central de 56 metros de alto que sirve de almacén, se erigen dos hermosos cuerpos laterales. Se inauguró en febrero de 1958.
Representó una inversión de tres millones de pesos. La Junta de Patronos que regenteó el proyecto mostró tanto celo en llevarlo a cabo que entre 1941 y 1958 —así quedó consignado en el acta de una de sus reuniones— no destinó un solo centavo a la compra de libros.
Si hasta ese momento la Biblioteca Nacional había sido un almacén de libros mal ubicado y en ocasiones itinerante, la llamativa edificación que le sirvió de sede en febrero de 1958, severa y también atractiva en su sencillez, daba cabida a 68 kilómetros de estanterías, 63 de las cuales estaban desiertas.
No puede pasarse por alto en ese recuento de aniversario el nombre de Francisco de Paula Coronado, que dirigió la Biblioteca entre 1920 y 1945. Fue un escritor mediocre; quiso emular con Emilio Bobadilla, pero quedó siempre por debajo y su juicio crítico fue deplorable. A Bobadilla, el capricho y el apasionamiento podían llevarle a negar valores ajenos, pero nunca exaltó a un valor falso, error en que Coronado incurrió muchas veces. Su fuerte fue la historia, aunque nada produjo en este campo que quedara para el futuro. Su biblioteca particular —el llamado Fondo Coronado— que se conserva en la Universidad Central de Las Villas, que la adquirió en febrero de 1960, es uno de los más valiosos tesoros bibliográficos cubanos: la conforman cerca de 43 000 volúmenes entre libros, revistas, documentos y mapas, con verdaderas rarezas bibliográficas sobre historia, principalmente de la Cuba del siglo XIX. Una colección que incluye además obras de siglos anteriores e incluso de la época de la conquista. Sin discusión, la más importante biblioteca de temas históricos de la Isla.
La escritora Renée Méndez Capote, que lo conoció mucho y fue su subordinada en la Biblioteca, recordaba a Coronado como hombre de fuerte personalidad, mucha inteligencia, vastísima cultura, trato exquisito y conocimiento pasmoso de la bibliografía cubana. Un día consintió en que ella tratase de poner orden en los papeles que cubrían por entero la superficie de su escritorio y atascaban sus gavetas; entre ellos encontró Renée cartas sin abrir desde hacía diez años y giros postales que nunca salieron de sus sobres. Ella le sugería que se pelara y afeitara, que se hiciese recortar las uñas y que mandara a lavar y a zurcir la bata que usaba en la casa para rebuscar en su empolvada papelería y que a veces llevaba a la Biblioteca. Una prenda que había perdido un faldón por detrás y tenía un montón de desgarraduras, amén de manchas de grasa, café, pegamento, pintura… Puntualizaba la Méndez Capote: «Él no se ofendía conmigo, y seguía con su bata, su pelambrera y sus uñas increíblemente largas. Pero ¡qué hombre tan culto, qué encantador, qué don de gentes! Y cuando hablaba por teléfono con una mujer desconocida que lo llamaba todas las tardes desde hacía años y a la que nunca conoció personalmente, había que oír aquella deliciosa voz y la manera fina y sutil con que mantenía una amistad amorosa tan romántica y tan bella».
La primera biblioteca pública que existió en la Isla fue la de la Sociedad Económica de Amigos del País. Se fundó el 11 de julio de 1793 y abrió sus puertas con 77 volúmenes. En verdad, la biblioteca de la Universidad de La Habana es anterior; surgió con la misma casa de estudios, en 1728, pero se le da la prioridad a la de la Económica dada su autonomía como entidad pública y social, características que no poseía la biblioteca de la Universidad. Su riqueza principal son las obras literarias y de ciencias sociales cubanas, así como las publicaciones periódicas nacionales.
Otras bibliotecas principales son la Chiqui Gómez Lubián, de la Universidad de Las Villas, con 151 000 volúmenes y 90 000 revistas. La Elvira Cape, de Santiago de Cuba, con 85 000 volúmenes. La biblioteca Gener y Del Monte, de Matanzas, con 100 000. Son muy importantes la Francisco Martínez Anaya, de la Universidad de Oriente, y la ya aludida de la Universidad de La Habana. Fue en la biblioteca de la Universidad de Oriente donde el 3 de enero de 1959 el Gobierno Revolucionario comenzó a ejercer sus funciones. En un salón engalanado con las banderas de las repúblicas americanas, incluida la de Puerto Rico, el presidente Manuel Urrutia tomó juramento a los ministros y ratificó a Fidel Castro como Comandante en Jefe de las fuerzas de tierra, mar y aire de la República. Terminado el acto, convocó a la primera reunión del gabinete.