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La Habana según pasan los años

Era pobre la urbanización de La Habana en los comienzos del siglo XVII.

Irradiando de la Plaza de Armas, partían dos calles bien alineadas, la de los Oficios y la de los Mercaderes, y ambas iban a encontrarse en lo que se llamó Plaza Vieja, y en ese punto, en dirección oeste, se trazó la calle Real (Muralla) que daba salida al campo por el camino de San Antonio, por la Calzada de San Luis Gonzaga (Reina) y que conducía a una hacienda nombrada San Antonio el chiquito, donde se fomentó luego un ingenio de azúcar, que existía en 1762 cuando la toma de La Habana por los ingleses.

A continuación de la de los Mercaderes, se trazó otra calle, la de Redes (Inquisidor), que conducía a la barriada de los Campechanos, donde organizaron sus viviendas los mexicanos náufragos de la expedición a la Florida con Tristán de Luna, en tiempos de Mazariegos.

Paralela a la calle Real había una que se llamaba del Basurero (Teniente Rey) porque conducía al vertedero de basuras de la ciudad.

En la misma dirección, si se partía de la Plaza de Armas, iba la calle de Sumidero, llamada después O’Reilly, nombre este que tomó por el Segundo Cabo que vino con el Conde de Ricla a la restauración española, después de la efímera dominación inglesa. Arrancaban desde 0’Reilly, rumbo a la boca del Puerto, las calles que se llamaron de la Habana y de Cuba y que a través de los siglos han conservado sus  nombres primitivos.

En esas  calles, las casas obedecían a una alineación y equidistancia. En el resto de la ciudad se construía a la diabla, es decir, cada cual establecía su casa donde lo creía conveniente. Todas  eran de guano y de madera y estaban cercadas o defendidas por sus cuatro costados con tunas bravas. Cuando llovía la ciudad era intransitable.

La ciudad se surtía de agua del río Casiguagua (Chorrera) traída a través de una zanja a la que dio desnivel necesario el ingeniero italiano Antonelli, que vino con Tejada a construir el Morro, llegando hasta el Callejón del Chorro, cerca de la actual Plaza de la Catedral. El agua anegaba ese lugar, que tomó por esa circunstancia  el nombre de Plaza de la Ciénaga. No se había pensado todavía que allí se levantara la catedral.

No había entonces médicos, sino curanderos. Y cuando llegó uno a La Habana, en 1552, con el título de barbero y cirujano, se le obligó a arraigarse y se le fijó una fuerte retribución. Los mosquitos eran insoportables.

La torre de San Francisco

De las cuatro calles que existían en La Habana en el año 1666, la de Oficios, que primitivamente se llamó de la Concepción, era la más importante. En esa calle, entre la del Basurero (Teniente Rey) y la calle Real (Muralla), fue levantado el Convento de San Francisco, edificio que vino a quedar terminado en el año 1738, pues la obra iba haciéndose con limosnas.

Su torre fue considerada como una de las obras maestras de la arquitectura habanera de la época. En ella existió un gran reloj y más arriba una estatua de San Francisco, aunque algunos cronistas afirman que era una Santa Elena. El huracán que cruzó por La Habana en el año 1846, echó abajo esa estatua, que lamentablemente  no fue de nuevo colocada en su sitio.

El resto de la calle de los Oficios, desde la Plaza de San Francisco a la de Armas, estaba habitada por menestrales, gente de oficios menores. Frente a la calle de Amargura se levantó por el Gobierno una casa de mampostería, acaso la primera de dos plantas que se construyó en La Habana, para cuya edificación se compraron las casas que allí poseía el rico vecino Juan Bautista de Rojas, pagando por ellas el Gobernador Gabriel de Luján más de cuarenta mil reales.

La planta alta de esta casa fue la primera residencia oficial de los Gobernadores, y la baja, la primera oficial del Ayuntamiento.

En el año 1741 una descarga eléctrica hizo volar la santabárbara de la fragata Invencible, sufriendo el edificio algunos desperfectos. Al ser estos reparados, se dispuso que se colocara en su fachada principal el Escudo de La Habana.

Años después el Marqués de la Torre inició la construcción, para que fuera residencia oficial del Gobierno, del llamado Palacio de los Capitanes Generales, hoy Museo de la Ciudad, mientras que en el viejo edificio se instalaron las oficinas de correos y la Contaduría General. En los altos hubo, años después, un hotel que llevó el nombre de León de Oro. Ese edificio desapareció años después para construir en los terrenos por él ocupados la llamada  Lonja del Comercio de Víveres.

En la primera decena del siglo XVIII, la calle de los Oficios fue la preferida de las grandes familias habaneras para construir en ella sus residencias. En ella edificó la suya el Conde de Casa Moré; residió también en esa calle el venerable obispo Pedro Agustín Morell de Santa Cruz, y, cercano a la casa de este prelado, construyó una gran residencia el acaudalado habanero Martín Aróstegui.

En esa calle y también en el siglo XVIII, se estableció uno de los primeros cafés elegantes que tuvo La Habana, el Café de Copas, que era el sitio de reunión preferido de la aristocracia habanera.

A principios del siglo XIX, en la esquina de Amargura se levantó la señorial mansión de la noble y aristocrática familia de los marqueses de San Felipe y Santiago, convertida en hotel hace algún tiempo. Allí murieron el Conde de Jaruco y Mompox (1809) y el Marqués de San Felipe y Santiago (1857).

Las cuatro primeras calles de aquella vieja Habana fueron ampliándose a medida que la población aumentaba. Y así vemos que desde el fondo del edificio de la Parroquial Mayor, donde hoy se encuentra el Palacio de los Capitanes Generales, se hizo un tramo de calle que tomó el nombre de la Tesorería, que se iniciaba desde la que es hoy calle de 0’Reilly hasta Empedrado y que se le conocía por el nombre de Camino de la Pescadería.

En esa cuadra, que es actualmente la primera de la calle de Mercaderes, construyó una magnífica residencia el habanero Ignacio de Peñalver y de Cárdenas, Marqués de Arcos, estableciéndose allí, más tarde, la Real Tesorería, cuando este habanero fue honrado por el Gobierno de la Metrópoli con el cargo de Tesorero, ya comenzado el siglo XIX.

Alto concepto del honor

Conocemos una interesantísima anécdota de este sujeto, que pone de manifiesto su alto concepto del honor y del deber.

Sucedió que en la madrugada del 20 de enero del año 1804, la propia guardia encargada de la custodia de la caja de caudales, la violentó y sustrajo  ciento cincuenta mil pesos. El Marqués de  Someruelos, gobernador general de la Isla, enterado de este vandálico hecho, envió un recado a Peñalver, ofreciéndole un préstamo en efectivo, para que pudiera reponer la cantidad robada, ya que era costumbre de la época la reposición inmediata del dinero o el envío a la cárcel del Tesorero.

El Marqués de Arcos, conmovido, expresó su gratitud al emisario del Gobernador, y al rehusar el ofrecimiento, mostró al visitante las talegas con las 9 500 onzas de oro que de su fortuna personal había llevado para reponer el desfalco.

Calles alumbradas con velas

A fines de 1771 la mayoría de las calles de La Habana carecían de nombres, siendo la mejor, entre todas, la de los Mercaderes, con una extensión de solo cuatro cuadras; tenía repartidos por una y otra aceras distintos establecimientos donde podía encontrarse lo mejor en tejidos de lana, lino y seda. Estas tiendas atraían a las damas elegantes, de forma que la calle de los Mercaderes era lo que más tarde serían, como centro del comercio y la moda, Obispo y después la esquina de Galiano y San Rafael, con la diferencia de que las damas de entonces no abandonaban sus volantas para hacer las compras, porque era de mal gusto penetrar en las tiendas.

En el año 1786 el Cabildo acordó establecer el alumbrado público con velas de sebo, pero como era mucho el gasto, decidió, en 1799, que lo costearan los propietarios. En el año 1839 se extendió el alumbrado a la parte de extramuros. El alumbrado de gas fue establecido por el Ayuntamiento de La Habana en el año 1846.

Hacia esa fecha, la calle Campanario era conocida como Campanario Viejo, mientras que Manrique recibía el nombre de Campanario Nuevo. En aquellos días, San Miguel era Santa Bárbara, la calzada de Vives era el callejón de los Cangrejos, y Aguiar, la calle del Mono.

Escribía Ramón A. Catalá en su columna del Diario de la Marina que la población de extramuros creció lenta e irregularmente  hasta que se incrementó a partir de 1846. La calle que luego se llamó Manrique presentaba, todavía en 1844, grandes tramos despoblados, a excepción de la llamada casa de las Figuras y alguna que otra cuartería propiedad del acaudalado Farruco, el gran casateniente de la época. En cambio, hubo un poblamiento notable en los alrededores del cruce de Manrique y Salud, por la ermita que allí se había erigido

Resentidas las paredes por los huracanes del 44 y 46, la torre y nave principal de aquella ermita ofrecieron señales de ruina y fue por ello mandada a reedificar por los años 47 a 48. Entonces se acordó dar más amplitud al templo, tomando terreno de su antiguo patio por Manrique, y se aumentó una nave más al antiguo trazado de la iglesia. Por desconfianza en los viejos cimientos, se construyó el nuevo campanario  sobre el flamante cuerpo del edificio que da a Manrique; y he ahí, por qué la calle de Campanario se adornó con el título de Viejo y la otra con el de Nuevo.

 

Fuentes: Textos de Luis Bay Sevilla, Emilio Roig y Ramón Agapito Catalá.

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