Lecturas
El lector Gustavo Muñoz Ricardo inquiere información sobre el desaparecido central Toledo y su propietario. Según The Gilmore; Manual azucarero de Cuba (1954), en esa fecha tenía dicha industria una capacidad de molida diaria de 450 000 arrobas de caña y, en terrenos propios y controlados, cosechaba el 60 por ciento de lo que molía. Su propietario era Manuel Aspuru San Pedro, presidente de la Compañía Azucarera Central Toledo. Aspuru era dueño de más de una fábrica de azúcar, entre ellas, el central Fajardo (150 000 arrobas) en Gabriel, antigua provincia de La Habana, y el Providencia, en Güines, con una molida diaria de 220 000 arrobas. El central Providencia se fundó en 1800 por don Francisco de Arango y Parreño, el llamado «estadista sin Estado» y eminencia gris de la sacarocracia criolla.
Las oficinas de esas fábricas radicaban en Mercaderes 113, La Habana Vieja. Todas bajo la dirección de Aspuru, ejecutivo de la Asociación Nacional de Hacendados de Cuba y del Instituto Cubano de Estabilización del Azúcar, que llegó a presidir, y vocal de la directiva de la Asociación Cubana de Refinadores de Azúcar. Poseía además negocios de ferretería y la Compañía Licorera Cubana, productora de licores y rones. Pionero en la fabricación de papel a partir del bagazo de caña, era accionista de la Antillana de Acero y de Cabillas Cubanas, dueño de varias firmas de seguro, y el segundo mayor accionista del Banco Financiero, propiedad de Julio Lobo. Propietario asimismo de Hotelera del Oeste, que construiría en Barlovento (actual Marina Hemingway) un hotel destinado a turistas de mayor poder adquisitivo. Fue miembro de la junta directiva del Instituto Cultural Cubano Norteamericano y benefactor de la Academia de la Historia de Cuba, y costeaba casi en su totalidad la Escuela Electromecánica del Colegio de Belén, con unos 600 alumnos. Entusiasta yatista, bajo su presidencia el Havana Yacht Club liquidó la totalidad de sus deudas y salió triunfador en todas las regatas y competencias deportivas en las que participó. Guillermo Jiménez, en su libro Los propietarios de Cuba, ubica a Manuel Aspuru San Pedro entre los hombres más ricos del país.
El central Toledo era la única fábrica de azúcar que se encontraba en el perímetro de la capital, justamente en Marianao, y en 1958 se le tenía como el más antiguo de los centrales conocidos pues, dice el ya aludido Guillermo Jiménez, «hay constancia de la existencia en el lugar de un ingenio desde el 2 de diciembre de 1675». Diego Franco de Castro, director del coro eclesiástico, lo funda con el nombre de San Andrés. En 1762, Juana Sotolongo compra la finca y establece en ella el ingenio Nuestra Señora el Carmen, que en 1783 aparece como propiedad de Gabriel González del Álamo, cuyos herederos lo mantienen hasta el siglo XIX.
Luego fue propiedad del conde de Santovenia. Pasa por otras manos y en 1858 lo adquieren Francisco Durañona, José Pascual de Goicochea y Antonio Tuero, pero esa sociedad se disuelve en 1865 y queda Durañona como propietario único. Es él quien le da el nombre de Toledo, que es el del lugar donde nació. Los herederos de Durañona lo venden en 1909 a Juan Aspuru, ferretero —uno de los propietarios de la siniestrada ferretería de Isasi— que antes había comprado el 51 por ciento de las acciones del central Providencia. Al fallecer Aspuru padre en 1917, sus bienes pasan a la viuda y sus cuatro hijos, pero es Manuel quien asume la administración de la fortuna familiar. Adquiere entonces la totalidad de las acciones del Providencia y en 1934 compra el central Fajardo. En 1940 establece una de las primeras plantas de papel de bagazo, y en 1940 una fábrica de caramelos.
En febrero de 1955, en ocasión de su venida a Cuba, Richard Nixon, entonces vicepresidente de EE.UU., visita el central por invitación de Aspuru, que fue su anfitrión durante varios días. Tras el triunfo de la Revolución, el Toledo pasa a llamarse Manuel Martínez Prieto, nombre de un dirigente obrero de esa fábrica detenido por las fuerzas represivas de la dictadura batistiana el 5 de marzo de 1958 y asesinado tras ser sometido a horribles torturas.
El doctor Rafael Borroto Chao discrepa del escribidor cuando dijo que Osvaldo Farrés compuso Madrecita en homenaje a su madre, que nunca pudo escucharla porque era sorda como una tapia. En opinión del atento corresponsal, dicha melodía la dedicó Farrés, en 1950, a Regla Socarrás, madre de Carlos Prío, entonces presidente de la nación. Doña Regla, que falleció en 1959 en La Habana y fue inhumada en el panteón familiar en el cementerio de Colón, ostentaba los grados de capitana del Ejército Libertador. Era hermana del coronel Carlos Socarrás, cuya muerte en 1896, motivó una sentida carta de pésame del mayor general Antonio Maceo.
No es eso lo que afirma Cristóbal Díaz Ayala, musicógrafo cubano radicado en Puerto Rico, autor de La música cubana; del areito al rap y Si te quieres por el pico divertir, entre otros títulos. Consultado al respecto por el escribidor, respondió:
«En entrevista, Farrés me contó que se la inspiró su madre. Ella no podía disfrutarla, por ser sorda, pero leía la letra y le comentaba a su hijo que debía ser muy linda, porque veía la expresión de las personas que la escuchaban...».
Jossie, firma así, a secas, su mensaje electrónico, está confundida. Leyó en mi página de 4 de octubre pasado que Rafael Pegudo, fotógrafo del periódico El Mundo, había sido profesor de la Escuela del Periodismo Manuel Márquez Sterling, y se desconcertó al leer en esos mismos días que la Escuela de Periodismo de la Universidad de La Habana cumplía 50 años de fundada. Escribe: «Me preguntaba dónde estudió aquella pléyade de buenos periodistas que vivió y trabajó antes del 59… Ahora usted me vuelve a sembrar la misma duda, ¿dónde estudiaban los periodistas antes del 59, si la Escuela tiene 50 años?».
La respuesta es obvia. Son dos escuelas, y una larga historia que trataré de simplificar. La Asociación de Reporteros de La Habana fue fundada el 14 de abril de 1902. Nació pobrísima, en Gloria 44, en esta capital, y solo con 23 miembros. Creció poco a poco gracias al tesón de sus componentes y el empuje de su directiva, y también gracias al apoyo estatal y a la iniciativa privada. Tuvo su edificio social, un verdadero palacete, en la calle Zulueta, aledaño al cuartel de bomberos, y gestionó con singular éxito las leyes que regularon el descanso dominical, la jubilación y el sueldo mínimo, así como procuró la asistencia médica y la hospitalización al que las necesitara. Entre 1941 y 1943 tocó presidirla a Lisandro Otero Masdeu, redactor del periódico El País, que abrió una nueva etapa en la vida de las instituciones periodísticas cubanas. Organizó el primer Congreso Nacional de Periodistas, creó la Escuela Profesional de Periodismo Manuel Márquez Sterling y trabajó en la colegiación periodística. Fue la de Otero una etapa muy fructífera para el periodismo nacional. Al cesar en la presidencia de los Reporters, Otero asumió el decanato del Colegio Nacional de Periodistas que él mismo creara. Había hasta entonces mucho intrusismo e improvisación en el sector. Se le trató de poner fin mediante la colegiación, y dos vertientes nutrieron la matrícula de la Escuela: la de los egresados de Bachillerato y la de periodistas en ejercicio a los que se les obligó a estudiar.
A figuras de la intelectualidad cubana, como Jorge Mañach, que eran colaboradores habituales de la prensa, se les reconoció como colegiados, y otros tuvieron que evaluarse. No pocos quedaron fuera del sector. Sucedieron asimismo cosas curiosas. Elio Constantín, que sería subdirector del diario Granma, fue en los años 50 delegado del Colegio en la revista Carteles, y en calidad de tal comunicó a Raúl Corrales, colaborador entonces de dicha publicación, su obligación de matricular en la Escuela, pues si no lo hacía cesaba su compromiso de trabajo con la revista. Corrales, que era ya el gran fotógrafo que seguiría siendo después, tuvo, como alumno, la satisfacción de ver que sus reportajes se utilizaban allí como material de estudio y referencia.
Acerca de la Márquez Sterling, donde hasta los profesores de taquigrafía debían ser periodistas en ejercicio, hay opiniones encontradas. No son pocos quienes la glorifican y no son menos los que le niegan el pan y la sal. No es esa la Escuela que recién cumplió 50 años, sino la de la Universidad, que fue después la Facultad de Periodismo y hoy es la Facultad de Comunicación, a la que los más viejos seguimos llamándole Escuela de Periodismo.
Las páginas sobre el Paseo del Prado (11 y 18 de octubre) abrieron la válvula de la memoria de la lectora Alina Delgado Valdés, nieta de uno de los dueños del restaurante Miami, en Prado y Neptuno. Recuerda Alina que de niña acompañaba al abuelo en sus visitas a propietarios de otros establecimientos de la zona, como al gallego José, del Sloppy Joe’s, y a José María Pertierra, del restaurante El Ariete, en Consulado y San Miguel, donde, recordaba Eduardo Robreño, se elaboraba el mejor arroz con pollo de La Habana.
«Recorrí a menudo el Paseo del Prado, me impresionaban sus leones y su gran arbolado. A la perfumería Guerlain iba con mi madre y abuela, y con mis padres al palacio de la Asociación de Dependientes del Comercio de la Habana y al Club de Cantineros», refiere Alina.
En Prado y Neptuno —acera de la derecha cuando se camina rumbo a Galiano— radicó el célebre Bodegón de Alonso, propiedad de Alonso Álvarez de la Campa. Era el sujeto coronel de Voluntarios y uno de los más furibundos integristas de su tiempo. Su hijo se vio enredado en el proceso de los estudiantes de Medicina, acusados de haber profanado en el cementerio de Espada la tumba del periodista español Gonzalo Castañón, y fue condenado a la pena de muerte por fusilamiento. El padre quiso salvarle la vida. Ofreció, aunque quedara en la miseria, dar a cambio de ella tanto oro como pesara su hijo. No pudo salvarlo.
Allí se estableció luego el café Las Columnas, donde, en el verano de 1930, el poeta García Lorca se entusiasmó con la champola de guanábana. Años más tarde, el 16 de enero de 1939, abrió sus puertas en ese sitio un establecimiento con funciones de restauración, bar, café-cantina y fuente de soda. Se llamaría Miami y su propiedad fue asentada definitivamente el 30 de abril de 1949 a nombre de Manuel Menéndez, Manuel Moreno y Antonio Valdés, el abuelo materno de Alina. A Antonio Valdés, que llegó a La Habana en 1905, con 14 años de edad, lo entrenó un chef francés y se le consideró en su tiempo entre los mejores en lo que a cocina internacional se refería. No se sabe ya por qué, si por su estatura o porque era un emperador en lo suyo, pero el caso es que colegas y clientes le llamaban Napoleón. Un Napoleón que no es el de los franceses, ni fue político ni guerrero, pero dejó su huella en la crónica gastronómica habanera.