Lecturas
«Todos los males que se derivan del exceso de comer son menores que los males que se derivan del exceso de no comer», dice, recordando a Hipócrates, uno de los personajes de Paradiso, la novela de José Lezama Lima.
En una de las tantas entrevistas que concedió, dijo el escritor que justamente hoy cumpliría cien años: «Me gustan los placeres de la buena mesa cuando vienen acompañados de la inteligencia… una buena mesa, una buena conversación y un buen mantel renacentista es una de las cosas que más se pueden apetecer en este mundo». Alguien que compartió con él la mesa, aseguró en una ocasión: «Le agrada deslumbrar un poco infantilmente a los comensales sacando a colación con cualquier pretexto retruécanos, citas de grandes personajes desconocidos y epigramas mordaces sacados de libros olvidados». La comida parecía inspirarlo, aseguraba René Portocarrero; era capaz de conciliar un apetito voraz con una alta espiritualidad y el vuelo poético.
Julio Cortázar recordaba que llevaba cuatro años intercambiando cartas y libros con Lezama, cuando pudo conocerlo personalmente en su primera visita a Cuba, a fines de 1961. El pintor Mariano Rodríguez los reunió en una cena, particularmente exquisita en un momento en que todo faltaba en Cuba, a la que el poeta de Enemigo rumor acudió con un apetito jamás desmentido desde la sopa hasta el postre. Decía Cortázar: «Cuando lo vi saborear el pescado, beber su vino como un alquimista que observa un precioso licor en su redoma, sentí lo que luego Paradiso habría de darme tan plenamente: el deslumbramiento de una poesía capaz de abarcar no solo el esplendor del verbo sino la totalidad de la vida desde la más ínfima brizna hasta la inmensidad cósmica».
Proseguía el autor de Rayuela: «Y entonces Lezama empezó a hablar, con su inimitable jadeo asmático alternando con las cucharadas de sopa que de ninguna manera abandonaba; su discurso empezó a crecer como si asistiéramos al nacimiento visible de una planta, el tallo marcando el eje central del que una tras otra se iban lanzando las ramas, las hojas y los frutos. Y ahora que lo digo, Lezama hablaba de plantas en el momento más hermoso de ese monólogo con que le agradecía a Mariano su hospitalidad y nuestra presencia; recuerdo que una referencia a la Revolución lo llevó a mostrarnos, a la manera de un Plutarco tropical, las vidas paralelas de José Martí y Fidel Castro, y alzar en una maravillosa analogía simbólica las imágenes de la palma y de la ceiba, esos árboles donde parece resumirse la esencialidad de lo cubano. Y también recuerdo que en un momento dado el camarero se acercó para retirar los platos, y que Lezama interrumpió su soliloquio para mirarlo con una cara de bebé afligido y enojado al mismo tiempo, mientras le decía: “Yo he venido aquí para hablar con mis amigos, pero esa no es una razón para que usted se lleve la sopa”».
Recordaba una de sus compañeras de trabajo: «Hay que hablar también de su generosidad, cualidad humana que quizá fue una de las que mejor lo definió. Todo lo daba y compartía, desde la merienda hasta los conocimientos. Por las mañanas mandaba a buscar unas meriendas descomunales, para él y para brindar a sus compañeros de trabajo y a los visitantes. Me acuerdo de unas empanadas de guayaba que compraba a menudo; ni antes ni después he comido cosa igual. A veces yo le reñía por comer tanto, a lo cual me respondía con ingenuidad: “Puedo comer con entera libertad porque cada día me desayuno una toronja”».
Roberto Fernández Retamar evocó en un poema sus comidas con Lezama en el desaparecido restaurante Cantón, encuentros que Lezama ansiaba repetir, como expresa explícitamente en una carta que en noviembre de 1957 dirige al autor de Buena suerte viviendo y a su esposa, entonces en New Haven, Estados Unidos: «Saber que pronto nos reuniremos de nuevo en el restaurante chino, de tan penetrante sencillez imperial».
Si con Fernández Retamar visita restaurantes chinos, con Nicolás Guillén recurre a una casa de comidas árabes sita en la calle Indio. En verdad, mientras pudo moverse en taxis o encontró a quien pudiera conducirlo en automóvil, Lezama, que pesaba unas 300 libras, visitó con frecuencia todos los buenos restaurantes de La Habana. En todos, el ritual era el mismo: repasaba lentamente la carta, hacía todo tipo de preguntas al camarero antes de decidirse, saboreaba la buena comida con un regodeo sutil y, a la vez, rabelesiano, y al final no dejaba una sola migaja en el plato. Y no era raro que en un restaurante de cocina española, rematase su cena con ese postre criollísimo que son los cascos de guayaba con queso blanco.
Era enorme su devoción por los dulces cubanos. Se maravillaba con las yemas dobles que le llevaban Carmen e Irene, las hermanas de Amelia Peláez, y, como a dos clásicos, comparaba el Saint-Honoré que elaboraban por encargo en la dulcería Lucerna, de la calle Neptuno, especializada en pastelería francesa, con el flan de coco criollo que la poetisa Fina García Marruz preparó para él en no pocas ocasiones. Conservó hasta la muerte el hábito materno de los dulces caseros, que mantuvo primero Baldomera —la Baldovina, de Paradiso— y hasta el final su esposa María Luisa: la malarrabia, el boniatillo, el coco rallado, el arroz con leche, las panetelas… eran para él una fiesta en la sobremesa. Podía disertar largamente sobre el aguacate, así como de las cualidades alimenticias de las frutas y, en particular, de las tropicales que, en su opinión, aventajaban a las otras en la superioridad de su pulpa.
El mismo Lezama memorizó el menú de la cena con que lo congratularon los esposos Vitier-García Marruz por la publicación de Dador. Dice en una carta a su hermana Eloísa: «Me invitaron los Vitier a una comida hecha toda por Cleva [Solís]. No puedes imaginarte la gracia poética de Cleva preparando una comida de estilo. Ya desde los preparativos empieza a transfigurarse, su arte culinario es todo de inspiración. Hizo un plato de camarones que fue para mí muy emocionante, pues con pimientos grabó encima del plato de camarones: DADOR. Y estaba, además, delicioso. La casa de los Vitier pareció aquella noche, inolvidable para mí, que se iluminaba por la amistad y la poesía».
Cleva por su parte recordaba más de 20 años después la ensalada de aguacate y piña que preparó aquella noche. «La decoración del plato lo regocijó de lo lindo. Yo le pedí: Lezama, esta noche tiene que decirnos algunas de esas cosas tan hermosas que usted sabe improvisar. Nos habló largamente de Manuel de Zequeira, el autor de Oda a la piña, y la disertación tuvo toda la riqueza de su verbo. Nosotros estábamos muy alegres, y disfrutamos a plenitud ese fascinante sucederse de su inagotable fantasía».
No se conservan los detalles de una sola comida de Lezama con Gastón Baquero en El Palacio de Cristal, posiblemente el mejor restaurante habanero de los años 40-50, en la calle Industria, al fondo del Capitolio. En su diario —anotación correspondiente al 19 de marzo de 1957— consigna escuetamente: «Por la mañana, almuerzo con Gastón Baquero. Comida francesa con simpática verba criolla». De las comidas del grupo Orígenes en Bauta quedan solo fotografías. Sí se conserva, guardado en el recuerdo de la muchacha que lo acompañó esa noche, una comida suya en el restaurante Miami, en Prado y Neptuno: pastel de ave, como entrante; langosta termidor, como plato fuerte; como postre, algo cuyo nombre ella no pudo retener, pero que llevaba varias frutas. Pidió el poeta además, precisaba ella, un coctel Glover Club.
«Te invito a comer al mejor restaurante de América», dijo en una ocasión a otra amiga. Aceptó esta la invitación y se interesó por saber cuál era esa casa de comida tan bien ponderada. Galante como era, Lezama le dio esta respuesta: «No importa cuál sea, porque con solo acudir tú, lo harás de seguro el mejor del continente».
Una noche, el poeta español José Agustín Goytisolo quiso sorprenderlo con un festín. Organizarlo fue fruto de una conspiración entre la esposa de Goytisolo y el capitán de uno de los restaurantes del Hotel Nacional de Cuba —posiblemente el Comedor de Aguilar— y la complicidad de Haydée Santamaría y Celia Sánchez, que aportaron, en secreto, alimentos y bebidas.
En aquella época, las comidas aun en los restaurantes, con su ineludible crema de queso, llegaban a hacerse reiteradas y cansonas. Lezama pensó que aquella noche habría más de lo mismo y, al sentarse a la mesa, comentó:
—Bueno, volvamos al rito consuetudinario, a la comida de todos los días.
—¿Y por qué tiene que ser lo de todos los días? ¿Por qué no puede haber hoy algo que no sea lo habitual?, preguntó la señora Goytisolo y, volviéndose hacia el maître, añadió:
—¿No tendrá, por ejemplo, unos entremeses variados? ¿Alguna sardina?
Lezama la miró como diciéndole: Esta muchacha no sabe dónde está. Pero para su asombro la respuesta del maître fue afirmativa. Lezama se creció en su asiento y, con ojos brillantes e incrédulos, preguntó: ¿Es cierto? Volvió a responder afirmativamente el empleado y Lezama advirtió:
—Entonces, joven, procure que en ese entremés las sardinas irradien su dominio.
Según el relato de Goytisolo siguieron al entremés pastas italianas, coctel de camarones, carne… Puntualizaba el poeta español: «Para él, que creía en los milagros, ese día fue uno de los que, de estar vivo, recordaría entre los más felices».
A recepciones y cocteles asistía únicamente si podía asegurarse un vehículo que lo llevara y lo regresara luego a su casa. Al día siguiente no era raro que comentara con compañeros de trabajo o visitantes amigos los platos que había degustado en el convivio. Una vez que lo hacía, su interlocutora le pidió que cambiara de tema, pues a ella la comida no le interesaba. «Ah, perdone, es que olvidé que usted se alimenta con el néctar de las flores».
Hacia 1830 los hijos del país comenzaron a tratar de diferenciarse de los españoles. Prefirieron el café fuerte y amargo sobre el chocolate caliente y fueron distintas también sus comidas: el arroz con frijoles negros se impuso al pan mojado en guiso de los peninsulares. Estaba naciendo la nacionalidad cubana.
Escribe Lezama Lima en Paradiso: «La cocina [cubana] que parece española, pero que se rebela en el 68». En efecto, la Guerra de los Diez Años abrió la saga de las comidas mambisas ligada con usos y gustos campesinos y hermanó clases y razas. Para Lezama, la cubana es una cocina con apoyo escaso en el tipicismo y que huye de lo rebuscado. Una cocina, advertirá el escritor, que forma parte de nuestra imagen.
Hay en su obra no pocos ejemplos de lo que él consideraba la voluptuosidad y la sorpresa de nuestra culinaria. Sobre todo en Paradiso; no así en Oppiano Licario, en la que los personajes son invitados a comer, comen o ya han comido sin que el lector sepa apenas los platos que degustan. O para decirlo como Lezama, sin que se sepan los platos que se «incorporan».
Porque para el poeta, la mayor parte de los pueblos, principalmente los europeos, fuerzan o exageran una división entre el hombre y la naturaleza. No así el cubano que, al comer, incorpora la naturaleza.
«Parece que incorpora las frutas y las viandas, los peces y los mariscos, dentro del bosque».