Lecturas
Un libro de Alexander Moiséev y Olga Egórova, publicado hace unos meses por la casa editora Abril, retoma el tema de los mambises rusos. Tres jóvenes oriundos de la lejana Rusia simpatizaron con la causa de la independencia cubana y se sumaron al Ejército Libertador. Los tres fueron capturados.
No es ese el único asunto que aborda el libro de Moiséev y Egórova. Los rusos en Cuba, que es el título del volumen, ensaya una mirada abarcadora sobre la huella rusa en la Isla desde que, en el primer tercio del siglo XVI, se tuvieron noticias acerca de Cuba en lo que entonces era la lejana Moscovia. No sería sin embargo hasta la segunda mitad del siglo XVIII cuando llegaron los primeros viajeros rusos. Fue entonces que el país de los zares, gracias a las reformas de Pedro I, comenzó a abrirse al mundo. El ruso que «descubrió» a Cuba se llamó Fiódor Vasílievich Karzhavin, médico de profesión. Fue, hasta donde se sabe, el primer ruso que llegó a la Isla. Permaneció entre 1782 y 1784 y además de ejercer la Medicina se dedicó en La Habana a la enseñanza de idiomas, lo que quiere decir que en fecha tan remota hubo aquí un profesor de ruso. Curiosamente, corresponde también a 1782 la primera mención a Rusia que aparece en la prensa cubana. Al regresar a su país, el médico Karzhavin compartió con sus compatriotas sus impresiones sobre nuestro archipiélago y la vida de los cubanos. El libro en que lo hizo tuvo gran aceptación entre los lectores.
En 1846 vivían en Cuba, fundamentalmente en la capital, siete rusos, y eran 14 en 1862. Poco se sabe acerca de ellos y nada se conoce, por supuesto, sobre las circunstancias que los obligaron a carenar en una tierra tan remota de la suya. Sí existe información sobre el poeta y periodista Alexander Gavrílovich Rótchev, que llegó a La Habana hacia 1850 como parte de un periplo que realizó por el Caribe.
Rótchev ganó celebridad con sus traducciones de Shakespeare, Hugo, Moliére y Schiller e hizo mucho periodismo. Pero fue, más que todo, un viajero incansable que se movió mucho por las Américas, África y Asia y dejó constancia de lo que le tocó conocer. Sobre Cuba y los cubanos, además de artículos y reportajes, escribió un manojo de crónicas que agrupó bajo el rubro de Epístolas rusas, magistralmente escritas en opinión de los que las han leído.
Deslumbran a Rótchev la naturaleza de la Isla y el progreso técnico que advierte en la extensión del ferrocarril, el empleo de la máquina de vapor y la pujanza de la industria. Advierte la nota típica que pone en La Habana el uso de la volanta como medio de transporte y no vacila en calificar al teatro Tacón como el mejor de América. Habla de los bailes de máscaras y de la costumbre criolla de mantener en penumbras las habitaciones para evitar los mosquitos y mitigar el calor. Las peleas de gallos llaman poderosamente su atención, no por los gallos en sí, sino por los que las presencian. Apunta sobre estas: «Las apuestas, la risa y la blasfemia, el regocijo de los vencedores y la tristeza de los vencidos hacen más vivo el cuadro». Observa que es un espectáculo que gusta sobre todo a los hombres, en tanto que las mujeres prefieren las corridas de toros. Recorre Rótchev toda la escala social. No hace distingos entre blancos y negros, ricos y pobres. A todos trata con igual respeto. Asiste en La Habana y Matanzas a fiestas de negros. Son alegres, dice de los cubanos de piel oscura; tienen sentido de la música y, en el baile, dejan atrás al español.
De otros memorialistas rusos hablan Alexander Moiséev y Olga Egórova en su libro. Son Alexander Lakier, un abogado apasionado por la historia, que recorrió la Isla durante dos años y publicó sus vivencias en 1859. Y el biólogo y poeta Egor Sivers, que en 1861 detallaría el fruto de su paso por Cuba: la situación política de la colonia, curiosidades de su vida social, apreciaciones científicas… Igual que lo habían hecho y harían otros testimoniantes, no escatima Sivers su elogio para la naturaleza cubana. Su estadía lo llevó a confirmar un proverbio ruso: «Nadie vive impunemente bajo las palmas».
Barcos mercantes y de guerra rusos tocaron puertos cubanos a partir de 1830 y devinieron importantes jalones en el acercamiento entre ambos pueblos. Desde entonces y hasta comienzos de la segunda mitad del siglo XIX, Cuba y Rusia establecieron un comercio regular. Para entonces Rusia figuraba entre los primeros compradores del azúcar cubano. Compraba además tabaco y café.
No queda José Martí fuera del recuento que Moiséev y Egórova hacen en su libro. El Apóstol de nuestra independencia se sintió atraído por la vida de los rusos y por su cultura. Leyó en traducciones a Dostoievski, Pushkin y Belinski, y trató de aprehender la imagen pictórica de Vasili Vereschaguín, el gran pintor de las batallas. A través de la obra de estos genios de la creación intentó Martí llegar a la esencia del alma rusa.
No conocieron personalmente a Martí los tres mambises rusos. Ya nuestro Héroe Nacional había muerto cuando ellos se incorporaron a la causa cubana. Cada uno de esos tres jóvenes tenía ideas propias acerca de Cuba y de la lucha que los cubanos libraban contra España, y el destino acabó reuniéndolos. Piotr Streltsov, Nicolai Melentiev y Evstafi Konstantinovich entraron en contacto con la junta revolucionaria cubana de Nueva York, que terminó aceptándolos como soldados, y embarcaron para Cuba a bordo del vapor Three Friends como parte de la expedición que encabezaba el general Juan Ríus Rivera. Arribarían a la Isla por el lugar conocido como María La Gorda, en la ensenada de Corrientes, Pinar del Río, el 8 de septiembre de 1896, en horas de la mañana. No tardaron en topar con las tropas del General Antonio Maceo y casi desde el primer momento debieron sostener sangrientos encuentros con el ejército español. Uno de ellos, Konstantinovich, fue herido el 27 de septiembre, cuando dos columnas españolas acampadas en Tumbas de Estorino trataron de cerrar el paso a la tropa de Maceo, que retornaba a su Cuartel General en las lomas de El Rubí. Un choque rudo, de infantería contra infantería, en el que llegaron a mezclarse los combatientes de ambas partes cuando los cubanos se echaron sobre la vanguardia española y se liaron con esta a brazo partido.
Uno de los tres mambises rusos, Piotr Streltsov, llevó un diario de campaña. Lo publicó, en mayo de 1898, en la revista Noticiero de Europa bajo el título de Dos meses en la isla de Cuba. Gracias a ese documento, que reproducen Moiséev y Egórova en su libro Los rusos en Cuba, se conocen los pormenores de las aventuras, venturas y desventuras de los tres jóvenes rusos en la manigua cubana.
Instalados bajo las palmas, descansan los expedicionarios del Three Friends tras su llegada a María La Gorda. Casi sin agua ni comida esperan por el grupo de combatientes que les ayudará a transportar la carga que vino en el barco. El 16 de septiembre, al fin, se ponen en marcha para encontrarse con Maceo y recibir sus órdenes. Llegan al campamento del General, en Remates, tras cinco días de camino, siempre sobre un estrecho sendero que avanza sobre el diente de perro o a través de un bosque tan tupido que apenas permite salirse de la senda sin recibir un arañazo o enredarse entre los bejucos.
Streltsov, en su diario, describe a Maceo como un «mulato modesto y de buen corazón». Dice que los recibió con mucho agrado y entre otras cosas expresó su satisfacción por tener ante sí a representantes de una nación tan grande y lejana como Rusia. Añade: «Cada vez que llega un extranjero, me da una nueva esperanza en la pronta liberación de nuestra desdichada patria, ya que teniendo las simpatías de todo el mundo, venceremos».
El 27, como ya se dijo, Konstantinovich resultó herido en Tumbas de Estorino. Melentiev es víctima de la fiebre amarilla. Streltsov deberá cuidar de sus compatriotas. Maceo, al despedirse de los tres rusos, les asegura que se incorporarán al próximo destacamento insurrecto que pase por la prefectura de Francisco, donde los deja.
«Con frecuencia, me encontraba con familias que tenían como único alimento la malanga hervida en agua sin sal. Daba lástima ver a los niños extenuados por las diarreas, con grandes barrigas… Es necesario destacar una vez más la resistencia de los cubanos. Seguramente ellos con anterioridad vivían muy mal, si en nombre de un futuro mejor son capaces de pasar con paciencia estas necesidades», escribe Streltsov.
Pese a que la juzga menos nutritiva que la papa, no tiene otra alternativa que subsistir a base de malanga hervida sin sal. «Me salvó la malanga», anota en su diario, y cuando escasea en los predios de la prefectura de Francisco, sale, en compañía de cubanos, a forrajearla en los huertos vecinos.
En una de esas excursiones, Streltsov y Konstantinovich dieron de boca con una pequeña instalación militar española y pronto se vieron rodeados por ocho hombres armados. Al jefe de la instalación, que Streltsov reconoció por ser el único de aquellos soldados que llevaba zapatos, le explicó como pudo que eran rusos que tenían interés en conocer el país y que otro compatriota, enfermo, había quedado en el monte. El jefe español no lo pensó mucho. Mandó aviso a su teniente de la captura realizada, retuvo a Konstantinovich y dispuso que Streltsov, custodiado por seis soldados, buscara a Melentiev, no sin antes advertirle que Konstantinovich sería ejecutado sin contemplaciones si conducía a sus hombres a una emboscada.
Lo que siguió es de suponer. Nadie creyó a los tres rusos la condición de simples viajeros que insistían en adjudicarse. El jefe del pequeño puesto militar que los detuvo, los envió bajo custodia a la ciudad de Pinar del Río. Desde ahí los remitieron a La Habana a disposición del capitán general Valeriano Weyler. Ya en la capital, los encerraron en el Morro. Los cubanos independentistas retenidos en esa fortaleza se empeñaron en hacer que la pasaran lo mejor posible, pese a que los tres rusos, por desconfianza a una posible delación, no revelaron nunca los motivos por los que estaban en Cuba y mucho menos sus vínculos con el Ejército Libertador. Cinco días después salían del Morro para iniciar un vía crucis relámpago por estaciones policiales hasta que los internaron en una cárcel muy diferente a las conocidas hasta entonces: limpia y ventilada, confortable, con buena comida. Pronto sabrían que en esa instalación los reclusos abonaban su estancia. Tampoco allí demorarían mucho. Por razones que desconocemos, el sanguinario Weyler decidió no proceder contra ellos y los puso a disposición del cónsul del zar en La Habana. Un hombre, dice Streltsov en su diario, de nacionalidad francesa y que no hablaba ni entendía una sola palabra en ruso. Saldrían con destino a Nueva York aquellos tres hombres que quisieron la independencia de Cuba.