Látigo y cascabel
Me parece estar viendo ahora mismo, sentado frente al televisor, al oso Yogui «jugándole cabeza» al guardabosque del Parque de Jellystone, mientras Bubu, su amigo, intenta ponerlo «en el carril». No era raro encontrarme riendo con ganas, como si fuera la primera vez, con las simpáticas travesuras de aquellos personajes creados por Hanna-Barbera.
Pero Yogui, Bubu, Tom y Jerry, Huckleberry Hound y tantos otros «muñequitos» foráneos de entonces (ni qué decir de Bolek y Lolek, tío Estiopa, Shuburaska, el lobo y la liebre de ¡Deja que te coja!...) ya no surten el mismo efecto en los niños de hoy. Al menos, no los hipnotizan como lo conseguían con nosotros.
Tal vez ahora los muñes, para que «funcionen», deben cumplir con las exigencias de estos tiempos de guerras y sálvese quien pueda; tiempos en que la violencia se ha convertido en el pan inapetecible de cada día. Quizá por ello, no les quite el sueño a los padres «modernos» el hecho de que sus hijos sean bombardeados por animados «infantiles» donde abundan tanto las peleas, la sangre, la agresividad, como los colores y las formas.
Digimon, Pokemon, Dragonball Z... se hallan entre esos audiovisuales que han despertado encendidas polémicas por sus excedidas escenas de violencia física, psicológica o verbal. De esos animados, algunos han llegado a Cuba, donde los adolescentes se desquician con las series manga y el anime japonés, mientras los más chicos se convierten en fans de criaturas animadas «poderosas» al estilo de la muy de moda Yu Gi Oh.
La primera alarma sobre el peligro que podría representar para nuestros niños la influencia de «El Rey del juego» me llegó por medio de un lector preocupado; la segunda, vino de mi sobrino, cuando me preguntó si conocía dónde se vendían las cotizadas barajitas que porta el personaje. Claro, entonces no estaba enterado de que los preciados naipes se habían convertido en un costoso hobby; un juguete que se agota inmediatamente en el mercado estatal para comenzar su especulación en el negro.
Evidentemente debo haber perdido facultades porque me luce algo incomprensible y hasta «oscura» esta historia protagonizada por el niño duelista Yugi Moto, que al completar el Rompecabezas del Milenio despierta en Egipto a un espíritu malvado llamado Anubis. Y eso lo convierte en un maestro del juego de cartas, a quien intentarán derrotar otros niños. Pero al no ser instar a los pequeños televidentes a obtener las cartas para hacer sus combinaciones ganadoras (todo un negociazo, que conste), poco tiene que enseñar Yugi Moto.
Más allá de cuánto pueden llegar a valer uno de estos mazos, lo más inquietante es que tengo la sensación de que a veces los padres, tal vez intentando no ser demasiado aprehensivos, ni siquiera se ponen a supervisar qué ven sus hijos, cuyas edades a veces les impide separar la realidad de la fantasía que proponen estas series.
Tampoco tienen noticias de que en materiales como estos se promueven casi sin descanso las acciones violentas, el enfrentamiento sin tregua; series que solo enfatizan que lo esencial es la victoria, no el esfuerzo o el desempeño.
Imagino que me dirán anticuado y hasta alarmista, pero en ocasiones prefiero los muñequitos «de palo», donde la solidaridad vence al egoísmo y la opulencia; esos que ayudan a diferenciar lo positivo de lo negativo, a la vez que enfatizan que lo importante es valorar al ser humano por lo que es y no por lo que tiene.