Látigo y cascabel
Pensé que de repente Michael Jackson y Madonna habían hecho entrada triunfal en el Complejo Cultural Karl Marx, invitados para la pasada gala de apertura del Cubadisco 2009, y que habían traído consigo a sus entusiastas y desmayables fans, que se cuentan por miles en todo el mundo. Pero no. La algarabía —semejante a un acto de histeria masiva juvenil— la habían despertado los nuestros, quienes también tienen incontables seguidores, cuyas sólidas gargantas ya están bastante entrenadas en eso de gritar a rabiar y en los tonos más agudos, por aquello de que «los vi, los toqué...».
Siempre ha sido así, no lo niego. Por ello no me extrañan esas reacciones propias de adolescentes y jóvenes cuando disfrutan de la cercanía de sus ídolos. Solo que hasta hace muy poco la admiración se expresaba de una manera más comedida, con el aplaudo caluroso, sin estridencias. Lo alarmante ahora es la desmedida y esas aparentes ansias de actuar al estilo de «afuera», imitando lo que ven en videos foráneos y canales de televisión.
De ahí que no crea, como algunos compañeros de asiento pensaban, que la muestra de incultura y mala educación que tuvo lugar hace unos días en el coliseo de Miramar sea, exactamente, consecuencia del ejemplo poco apropiado que a veces ofrecen algunos artistas, quienes, quiéranlo o no, por la popularidad que han ido alcanzando, se convierten en paradigmas e influyen positiva o negativamente en los más nuevos.
No obstante, aunque ya es sabido, no está de más recalcar que, como regla, los adolescentes y jóvenes tienden a actuar de acuerdo con lo que «hagan» o «digan» sus «estrellas» favoritas, y, justamente por esa razón, estos últimos lo debían tener muy en cuenta a la hora de manifestarse, de vestirse o de llenarse de joyas, al menos en un país como el nuestro.
Sin embargo, estoy convencido de que, de alguna manera aquella noche se hizo evidente que la mayoría de los que colmaron el Karl Marx no estaba muy interesada en la mencionada gala, sino que había llegado hasta allí arrastrada por la actuación de los «reyes» de las reproductoras caseras, mp3, discotecas, bicitaxis, guaguas, programas radiales... Y claro, para ellos, el resto no tenía importancia ni merecía su respeto.
Resultó ciertamente muy desagradable el modo como una buena parte del público se comportó cada vez que el intérprete o el creador galardonado con un Premio Cubadisco se paraba detrás del micrófono para expresar su agradecimiento, según lo «establecido» en los «grandes» certámenes internacionales. (Algo que —también hay que decirlo—, dilata innecesariamente el espectáculo y lo hace a veces más tedioso, sobre todo cuando lo que se manifiesta no es mucho más que un reconocimiento formal a quienes participaron en la confección del disco —¿dudará alguien que no sean esenciales?—, o una dedicatoria de la obra a mamá, papá y nené.
Así y todo, no es este un motivo para irrespetar a quien se encuentra en el escenario (bochornoso que figuras de primer orden de la cultura cubana como los maestros Leo Brouwer o María Elena Mendiola tuviesen que esperar a que algunos «simpáticos» acabaran de aplaudir para poder terminar de hablar), ni a aquellos que asisten al teatro con el único fin de disfrutar de un espectáculo y pasarla bien.
Está claro que lo sucedido fue una notable ausencia de educación cívica y un desconocimiento total de cómo debemos comportarnos en un espacio como el teatro; algo que se enseña, sobre todo, en casa, porque, más que los ídolos, la mayor influencia la ofrece el entorno, el medio donde cada cual se desenvuelve.
Es la familia la primera fuente de socialización; es ella la que debe fortalecer los valores y perspectivas con los cuales los jóvenes se deben enfrentar a la vida. Explicarles que, como afirmaba un crítico de arte, «un teatro es como un templo», y ello exige el cuidado de normas que van desde no subir los pies en las butacas, apagar el celular durante la función, no ingerir alimentos ni hacer ruidos con papelitos de los caramelos, hasta hablar en voz baja (si fuera inevitable), aplaudir en los momentos adecuados o abandonar la sala cuando el niño que llevamos no deja de llorar.
Son sencillas reglas de buena educación, pero primordiales para la convivencia social. El sentido común nos debe indicar que, para asistir a un teatro, no se requiere mucho más que equiparnos de control y sensatez.