Látigo y cascabel
Agresión al entorno se titula el objetivo artículo que publicó el pasado 3 de marzo el semanario Trabajadores. En él la colega Yimel Díaz Malmierca, apoyada por diversas imágenes, llamaba la atención sobre un hecho que en la capital empieza a ser preocupante: «la profusión de carteles de diverso tipo que amanecen cada mañana pegados en postes, muros y paredes de la ciudad», y mientras lo leía pensaba que este no es un fenómeno nuevo, aunque nunca antes había tomado tanta fuerza.
Recordaba que años atrás había paradas de guaguas en las que apenas se podía distinguir la pintura que cubrían las columnas, las cuales parecían «empapeladas» con anuncios donde se proponía hasta «leche de pollo». Pero también existían unos portacarteles ubicados en lugares estratégicos de La Habana que, protegidos por una sombrilla metálica, acogían llamativos carteles de cine o invitaban a alguna que otra puesta en escena o concierto. Aquellos «postes» le daban un toque elegante a la ciudad, al tiempo que cumplían con un bien público: informar.
Hoy la situación es más compleja porque por doquier puedes tropezar con pasquines y carteles que, además de agredir el entorno, han copado la ciudad con el fin de convocar a presentaciones de solistas o agrupaciones, cuyas propuestas «artísticas», no siempre se distinguen por su calidad. Es como si quisiera hacerse de los espacios de la ciudad una especie de colage que rinde culto al mal gusto y la mediocridad. Y si te detienes a leer la invitación (hasta con «facilidades» para el público femenino) te percatas de que, por lo general, se han adueñado de los lugares más «sonados» de la urbe, porque es lo que supuestamente vende (sobre todo, DJ y reguetoneros).
Esto se extiende, lamentablemente, en una ciudad donde el deterioro acumulado, agravado por la expansión de la chapucería, ofrece la impresión, a veces, de que ha desaparecido toda norma.
Sin embargo, hay que admitir que algunos de estos «especialistas» por cuenta propia de la difusión y la promoción se interesan por hacer llegar con gracia y efectividad el mensaje.
Lo llamativo es que hacen gala de atributos que deberían ser propios de las instituciones culturales y sus cuerpos promocionales, que están dejándoles el terreno libre.
Mucho se agradecería que la ofensiva promocional partiera de las instituciones, que deberían velar no solo porque en los diferentes lugares se presente lo más representativo de nuestra cultura, sino también por darlo a conocer con desenfado y eficiencia.
En momentos en que el Estado apuesta con más fuerza por la cultura y abundan las propuestas artísticas, se debería volver a pensar en la posibilidad de rescatar la afamada y necesaria cartelera, que años atrás circulaba en La Habana. No estaría nada mal tampoco que se emplazaran nuevamente los llamativos portacarteles, que podrían ser otro elemento integrado al entorno, aunque no solo utilitariamente, sino también desde lo artístico.
También podrían usarse los espacios de las Casas de Cultura y otras instituciones culturales comunitarias, que podrían contar con un buró de información para estos menesteres, y hasta las vidrieras de los establecimientos comerciales.
O bien los murales de las escuelas, convertidos en no pocos casos en pizarrones inútiles donde reina la cursilería; llenos con el primer pedazo de periódico que alguien se encuentra, en lugar de aprovecharlos para proponer opciones atractivas, que les aporten a los jóvenes quienes, a fin de cuentas, son los que más las buscan y necesitan.
Se requeriría de un batallón de vigilantes solamente para procurar que nadie coloque esos anuncios y para frenar estas indisciplinas. ¿No sería más factible crear espacios para promover e informar, siempre y cuando las opciones valgan la pena, independientemente del género de que se trate?
El fenómeno no hace más que expresar lo que ya es una verdad inapelable: las facilidades que brindan las nuevas tecnologías ponen a las instituciones, que pretenden representar los mejores valores públicos, ante el dilema de ser ágiles, o ser barridas o ignoradas.