Acuse de recibo
La indisciplina sonora, la hiperdecibelia y la contaminación acústica siguen ganando fuerza en nuestra sociedad, y en esos espacios no pocas veces las autoridades correspondientes, facultadas para restablecer la paz y la tranquilidad, hacen oídos sordos ante las denuncias de los ciudadanos.
Los vecinos de Calle 1ra., entre 292 y 296, en Santa Fe, municipio capitalino de Playa, suscriben, con sus firmas de puño y letra, la denuncia del calvario auditivo que sufren desde hace dos años: el área entre el Parque de las Madres y la cafetería Vista Alegre se ha convertido en una discoteca pública, sin días ni horarios específicos para la música excesivamente alta. Lo mismo a las diez de la noche que a las cuatro de la madrugada. Y en temporadas de verano y fin de año ese infierno sonoro cubre todos los días de la semana.
Las protestas de los vecinos, las notificaciones a la Policía Nacional Revolucionaria y las quejas son numerosas. Nadie parece escuchar ni responder a los reclamos de trabajadores, personas de la tercera edad, enfermos, niños y familias, que demandan el respeto al orden público y a la necesidad de que esa moda de fiestas, bocinas a todo volumen y disturbios en el espacio sea controlada.
«El consumo de alcohol en la calle, acción penalizada y prohibida en muchos países a nivel internacional, se manifiesta de forma aparentemente deliberada en el nuestro, señalan. Se vuelve un problema, cuando afecta la vida pacífica y cotidiana de los ciudadanos. Nos preguntamos qué más debe pasar para visibilizar esos graves problemas. La música con volúmenes excesivos provenientes de carros, bicitaxis y bocinas, la gritería y la calle que amanece cada día llena de basura, son argumentos suficientes para cambiar el estado de las cosas».
Los firmantes entienden que en esa apartada localidad de la capital los jóvenes no cuentan con espacios abiertos para el esparcimiento, pero ello no justifica tales excesos y perturbaciones de la tranquilidad vecinal, constitutivos de delito en nuestro Código Penal.
Desde la localidad gibareña de Velasco, en la provincia de Holguín, Vicente Echavarría Díaz (calle 24 no. 2921, altos, entre Avenida 26 y 33) denuncia la agresión musical al vecindario de reguetón y discoteca, a altos decibeles, proveniente del llamado «centro cultural», a unos cien metros de su hogar: Al aire libre y sin paredes que lo delimiten.
Dicho maltrato auditivo, precisa, se registra entre las diez de la noche y las tres de la madrugada de viernes a domingo, y alguna que otra noche más. Se ha planteado en las asambleas de rendición de cuentas del delegado, se le ha comunicado a la Policía. La dirección del centro ¿cultural? ha comprobado in situ el daño acústico en el hogar de Vicente y ha hecho compromisos. Pero todo queda en eso, y la agresión musical continúa.
También William López Martínez (5ta. Avenida no. 25610, entre 256 y 258, Playa, La Habana) contaba aquí, en carta recibida el pasado 20 de febrero, la contaminación sónica generada por los altos niveles de música originados por el vecino restaurante La Giraldilla.
Señalaba la misiva que los vecinos llevan más de ocho años batallando con esa agresión a sus oídos, con distintas administraciones de la unidad gastronómica: inspecciones han dictaminado la prohibición de la música a altos volúmenes, llamadas de advertencia de la PNR no han faltado.
Lo cierto es que, de vez en vez, llegan cartas con estas escandalosas evidencias. Y el problema es más serio que un repunte hiperdecibélico aquí, allá o acullá: la indisciplina y el caos sonoros está tomando alas impunemente. Y aunque todo está legislado, hay que actualizar esas normativas. Pero lo más importante es hacerlas cumplir, y no seguir haciendo oídos sordos ante un mal que ya es un virus nacional.