Acuse de recibo
Ilusa Leticia Sánchez Díaz, que soñó con proporcionarle a su hijo pequeño el disfrute de una semana de vacaciones en la base de campismo popular El Salto de Jibacoa, de la provincia de Granma, muy cerca del poblado santiaguero de Baire, donde ella reside, en avenida 6ta. No. 36, entre 15 y 17.
Cuenta ella que reservó del 29 de agosto al 2 de septiembre pasados, sin sospechar el disparate de imprevisión que cometía. Esta es la secuencia de sus insatisfacciones:
Primer día: Al llegar, los ubicaron en la cabaña 45. Inmediatamente, después de las tres de la tarde, estuvieron haciendo la cola para comprar los tiques y poder entrar al comedor. Ya ese día no pudieron bañarse en el río.
A las 8:30 p.m. lograron comprar los tiques y fueron al comedor. Les dieron las 9:30 p.m. allí. Una sola camarera para 200 campistas. Y para colmo, se fue la corriente eléctrica hasta las dos de la madrugada. «Nada de alumbrado por ningún lugar, a pesar de que existe un grupo electrógeno que por falta de breques no estaba funcionando», enfatiza.
Segundo día: Fueron a comer a las 6:00 p.m., y les sirvieron a las 8:30 p.m. Se fue la corriente eléctrica de nuevo, y al volver a la cabaña, unos ladrones habían entrado por una ventana y le robaron el playstation a su hijo. «El niño, al igual que yo, entró en pánico. Estábamos en una cabaña alejada de la carpeta, y no existía un vigilante por todo aquello».
La base estaba incomunicada. El teléfono llevaba más de dos meses roto. No había un carro de guardia, para una eventualidad de que alguien enfermara o tuviera un accidente, o para llamar a la Policía.
«He tardado en hacer esta carta —afirma— pensando que se le iba a prestar verdadera atención a mi queja. Llevo ya dos meses esperando, después que fui por los canales pertinentes. De la misma instalación ni me han llamado, a pesar de que escribí todo en el libro de incidencias.
«Luego me dirigí a la Dirección Provincial de Campismo en Granma. El 7 de octubre me visitaron para que explicara lo ocurrido, y el 3 de noviembre, vinieron con las “respuestas” llenas de justificaciones, pero sin resolver ninguno de los problemas planteados».
Una de las respuestas es que Etecsa les ha planteado que para comunicar la base se requiere una inversión, la cual aún no ha sido aprobada. La otra, lo de los apagones, ¡que es originado por un plan de ahorro de energía eléctrica del municipio, pero sin esclarecer lo del grupo electrógeno!
Leticia no quiere seguir plasmando frustraciones y desasosiegos. Va al grano: «¿Por qué mantienen abiertos y comercializando los servicios de una base de campismo que no tiene las mínimas condiciones de seguridad, comunicación y de otro tipo para brindar un servicio de calidad?
Y concluye la lectora preguntándose cómo puede sentirse un trabajador que labora durante un año completo y con sus escasos ahorros reserva para una instalación donde pareciera que ya están planificadas la inseguridad, la desidia y la incomodidad.
Sería preferible que cierren El Salto de Jibacoa hasta que pueda dar «el salto» de eficiencia, eficacia y calidad. No timen a los vacacionistas.
En esta era de juegos electrónicos hipnotizantes, que aíslan al niño, Manuel Andrés Pérez me escribe desde Juan Bruno Zayas, No. 412, en la ciudad de Santa Clara, para llamar la atención sobre la extinción paulatina de juegos tradicionales, como las bolas, bailar el trompo o empinar el papalote.
«¡Qué buena oportunidad para artesanos y cuentapropistas fabricarlos!», señala. El gasto es casi insignificante: un pequeño torno de carpintero, un poquitín de pintura de colores, y ya está el trompito bailando en la cuadra. Unas varetas de coco, nailon de colores e hilo casero, y ya está volando el papalote.
«Los fiñes lo van a agradecer», sentencia Manuel entre la nostalgia por los divertimentos de la infancia que van languideciendo, y la preocupación por esas autopistas de las tecnologías de la información que van reduciendo la fantasía del niño, convirtiéndolos en autómatas y solitarios jugadores, ensimismados en las tiranías de las horas-máquina.