Acuse de recibo
Es un virus lo de la hiperdecibelia, la alteración del orden público y la grosería. Desde Calleja 79, en Morón, Ciego de Ávila, cuenta Luis Sánchez que sus padres viven en el centro de la ciudad, en Libertad entre Narciso López y Martí, donde hay tres instalaciones recreativas: El Patio de Artex, la Casa de la Trova y El Rápido. Y lo que se genera allí, según el remitente, es un infierno.
Han dirigido quejas a las autoridades municipales sin que haya solución. El 27 de marzo pasado, revela, a las dos de la madrugada era un verdadero campo de batalla. «Las broncas y la tiradera de botellas no tienen límites, el ruido es insoportable, las malas palabras, los gritos… La música a todo volumen, en las instalaciones y desde autos y bicitaxis. Son verdaderas discotecas públicas», afirma.
Como si fuera poco, en la cuadra paran los ómnibus que llevan a los trabajadores del polo turístico. Eso comienza a las cinco de la madrugada, lo cual aporta otro escenario de ruidos, claxon y gritos.
«Esa odisea se repite de martes a domingo, y nadie pone respeto. Además, a solo una cuadra existe un Di Tú que labora las 24 horas, en medio de varios edificios. De más está decir las batallas que se libran. Y ahora están de moda las carreras de autos y apuestas. He tratado de permutar la casa de mis padres, pero nadie quiere vivir en semejante infierno», concluye.
En Santiago de Cuba también se sufren estos desmanes. Alejandro Crespo vive en Núñez de Balboa 14, entre calle 10 y Pedro Alvarado, Terrazas de Vista Alegre, en esa ciudad; y revela que los alrededores de la Plaza Juvenil, en Ferreiro, amanecen «agrios» los sábados, domingos y lunes, por el orine de cierta gente que allí se recrea. Orinan en la esquina, la acera, la fachada del mercado de Ferreiro, en puertas y jardines de casas.
Fustiga la higiene del área de almacenamiento y elaboración de las cafeterías. Los trabajadores de estas, los lunes en la mañana, limpian sus utensilios en la acera donde en las noches anteriores muchas personas orinaron y escupieron. Y transportan la mercancía, prosigue, en una máquina polvorienta y grasienta.
Dice que la música es tan alta, que vibran las ventanas de su casa, situada a más de cien metros. Y no hay quien pueda ver y escuchar la televisión o sostener una conversación.
«Los vecinos hemos planteado esta situación más de una vez —subraya—, sin solución alguna. No queremos que quiten el área, los jóvenes necesitan lugares para recrearse; pero se deben tomar las medidas para que la diversión no salga de control; para que los jóvenes se eduquen y tengan una mayor y mejor educación formal».
Y el lector Jesús Manuel López, quien valora la cruzada de esta columna contra el ruido, envía como curiosidad una nota aparecida el pasado 15 de marzo en el diario español La Voz de Galicia:
«El dueño de un bar del barrio barcelonés Poble Sec aceptó ayer una condena de dos años de cárcel por los ruidos que generó su establecimiento durante cuatro años...
«Los vecinos denunciaron hasta en 38 ocasiones ante la guardia urbana el ruido, alegando que les impedía conciliar el sueño y les provocaba ansiedad y estrés.
«En la Audiencia de Barcelona estaba previsto el juicio contra Julián R., para quien la Fiscalía pedía cinco años y dos meses de prisión por un delito contra el medio ambiente, porque los ruidos superaban ampliamente el límite legal. El juicio no llegó a celebrarse, ya que el procesado aceptó los hechos y se conformó con la rebaja de la Fiscalía: dos años de prisión y dos de inhabilitación».
En todas partes cuecen habas, pero urge una acción más ejemplarizante en este terreno de la agresión hiperdecibélica.