Acuse de recibo
Desde el apartamento 31 del edificio 39 F, en la Villa Panamericana, de la capital, me escribe sumamente preocupado el joven Luis Javier Merlo, estudiante de quinto año de Diseño Industrial.
La causa está muy cerca: tanto su edificio como otros de esa localidad están situados alrededor de la escuela secundaria básica José Gervasio Artigas, que se ha convertido en el azote a los oídos y los nervios de los vecinos.
Aunque la secundaria tiene un patio interior, desde hace unos años se acostumbra allí celebrar las actividades recreativas del alumnado en las áreas deportivas exteriores, que están pegadas a las viviendas. Y tales celebraciones son con una carga musical muy fuerte y a altísimos decibeles, «burlando y mutilando la escasa tranquilidad sonora que ya tenemos por estar cerca de ella».
Confiesa Luis Javier que en esas actividades sitúan bocinas a todo volumen, y los animadores lo único que hacen es repetir el estribillo de moda de las discotecas. «Hay que gritar en la casa para oír a alguien que te habla, apunta. No es justo. Y, por otro lado, la música atrae a curiosos que no se dedican a nada, y se la pasan tratando de buscar conquistas amorosas entre el alumnado, además de colmar las entradas de los edificios».
El joven enfatiza en la paradoja de que un centro educacional, que se supone deba fomentar, junto a la familia, valores en los alumnos, permita tales irrespetos. «No es solo la música, los alientan al exceso de entusiasmo y al grito colectivo con una increíble impunidad. Así se convierten en jóvenes que, al salir de la escuela son los que ponen la música estridente para el vecindario».
Luis Javier hace un llamado a la educación, al pensamiento martiano, al orden y la disciplina, al respeto. «Soy joven, manifiesta, estudié en esa escuela y no estoy en contra de las actividades. Me gusta escuchar música como los demás, pero eso no significa que tenga que someterme a una actitud egoísta por parte de una institución».
Los servicios necrológicos son sumamente sensibles. Aunque hay quien piensa que «el muerto al hoyo y el vivo al pollo» y «que todo me lo den en vida», el respeto al que parte y al dolor de sus allegados, es un sentimiento elevado y generoso.
Jorge Luis Hernández (Calle 32 No. 403, entre 19 y 21, en la localidad camagüeyana de Piedrecitas, considera que ha habido indolencia y desatención hacia la funeraria de esa localidad.
Y lo ejemplifica con varios elementos: Una capilla tiene asientos para los dolientes, pero la otra no. Cuando ambas están ocupadas en los servicios fúnebres, muchos familiares y allegados tienen que pasar las horas allí de pie. ¿Qué cuestan unas humildes sillas al menos?
La funeraria no tiene ventilación adentro. Es un horno y no cuenta con ventiladores, ni siquiera en las capillas. No hay un bebedero de agua fría. La dependienta que trabaja en el merendero anexo no tiene las mínimas condiciones. Tiene que traer de su casa el fogón y la cafetera para hacerles café a los familiares. Incluso hielo trae la empleada, para al menos ofrecer agua fría.
La funeraria situada en la cabecera municipal, Céspedes, contrasta porque tiene agua fría, bebedero y ventiladores en sus cuatro capillas y en el salón. Entonces, se pregunta Jorge Luis, si es tan difícil y oneroso que se resuelvan mínimos recursos para que las personas velen a sus seres queridos con elemental dignidad.