Juventud Rebelde - Diario de la Juventud Cubana

Palabras que van y vienen

Errores al hablar hacen daño a nuestra expresión

Autor:

Juventud Rebelde

Hoy comienzo a escribir en este espacio, porque a pesar de que estoy muy, muy lejos de la juventud, he sido, soy, y seré siempre rebelde. Espero poder hacer algo por quienes tienen dificultades al hablar y al escribir. Iremos limando, poco a poco, si me lo permites, esos errores, que se empeñan en hacer tanto daño a nuestra expresión. Sí, sí, a la nuestra, a la mía también, ¿cómo no?

Cada vez que alguien me dice: «Nunca dejo de oírla por radio, aprendo muchísimo de usted», la vanidad se me eleva a niveles estratosféricos —es comprensible, ¿verdad?—; pero, ¡ay!, en seguida agrega cosas como: «Los otros días usted dijo que...». En ese momento, mi autoestima sufre una caída, de la que no me recupero, ni con un verano completo en terapia intensiva. Imagínate, tantas veces he insistido: «No es correcto: “los otros días leí”, “las otras noches te vi”, sino: el otro día leí, la otra noche te vi», que me derrumba descubrir mi arado empapado en agua salada. Tales encuentros desilusionantes se suceden con frecuencia. Aspiro a que después de leer, y de entender estos «conversa’os», los interioricemos. Voy a intentar ser muy explicativa. De tal manera, evitaremos caer nuevamente en los dislates habituales, a pesar de lo difícil que resulta borrar de nuestro vocabulario palabras y frases repetidas durante años.

En relación con esto, déjame confesarte algo —que nadie se entere, por favor—:

Cuando decimos a una persona: «espérate» o «espérese», estamos pidiéndole que espere por sí mismo. Si nos hiciera caso, la pobre criatura pasaría el resto de la vida en ese sitio, aguardando su propia llegada, no la nuestra. Debemos usar: espera o espere; espéranos o espérenos, espérame o espéreme. Lo sé, y he criticado el error. Pues, ¿qué te digo? Cometo mil veces ese disparate —que conste, siempre rectifico a tiempo—, estoy a punto de obligarme a copiar cien líneas —como décadas atrás hacían los maestros—, para ver si, ¡al fin!, desaparece de mi léxico la odiosa costumbre.

José Martí contaba que cuando un gato pecaba, su padre le frotaba el hocico contra el pecado; solo así, dejaba de pecar, y agregaba que eso quería hacer él, con algunos hombres, para lograr que, de asco, fueran buenos. Quizá me embulle a revolcarme en mi propio disparate; el consejo martiano es magnífico, como todos los suyos.

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