En El fuego de la semilla en el surco, el libro que Raúl Roa le dedicara a Rubén Martínez Villena, escribió que lo admiró y quiso sin tasa desde el primer día que lo conoció. «No exagero, me magnetizó. A muchos les ocurrió igual». La personalidad de Villena era así de subyugante.
Es muy común tropezar con la misma piedra. Somos el único animal, según un filósofo antiguo, que lo hace. Ya una vez —aproximadamente tres años atrás— comenté esta característica humana. Y preguntaba por qué. Y me respondía diciendo que quizá porque queríamos o porque olvidábamos las lecciones de la historia.
En un mundo donde los descubrimientos de la ciencia y los avances tecnológicos adquieren un ritmo vertiginoso va adquiriendo carácter de necesidad determinar el peso de la cultura en el desarrollo económico. Ello constituye el fundamento para elaborar el pensamiento que nos permitirá encarar con éxito los desafíos políticos y filosóficos que nos presenta el siglo XXI. Se está exaltando mucho la tecnología de punta, y ello es correcto, pero estamos urgidos de comenzar a subrayar también la necesidad de un pensamiento filosófico de punta.
En el juego del «dale al que no te dio», siempre algún inocente coge el vil trastazo. En Europa, millones de personas están en esa situación, y la causa es el diferendo entre Rusia y Ucrania por... el gas. ¡De nuevo el gas!
Cuando le piden a un periodista que escriba para ediciones cercanas al fin de año, casi le están exigiendo un oráculo del año nuevo y a eso me dispongo.
Akira Kurosawa debió tener en alta estima a los ancianos. En Los siete samuráis —una de las legendarias películas del realizador japonés—, los aldeanos se postran al conocer que los bandidos atacarán la aldea. Desesperados, se dirigen al único que podía darles una respuesta: el más anciano de todos. Y gracias a él aparece la solución: contratar a los samuráis.
«...Los que hoy empezáis a vivir estáis ya muertos, es decir, muertos del alma, sin entusiasmo, sin ideales, canosos por dentro; que no sois sino máscaras de vida, nada más».
No era una deidad perfecta, ni la princesa resbalada de un cuento de hadas. Pero tenía tantas virtudes que bien podía comparársele con una diosa terrenal, de esas que hechizan a cualquiera.
Imagine que ha recibido una llamada telefónica drástica: «Vamos a bombardear su casa. Márchese cuánto antes». «Pero, ¿adónde?», responde usted, que ha visto cómo mueren todos los que se refugian lo mismo en otras viviendas que en escuelas. «No sé, solo váyase».