Los conflictos que surgen por la convivencia entre padres e hijos no tienen por qué desembocar en problemas
La puerta de la felicidad se abre hacia dentro, hay que retirarse un poco para abrirla: si uno la empuja, la cierra cada vez más.
Sören Kierkegaard, filósofo danés.
Cuando se tiene adolescentes en casa, por momentos se vive la impresión de que hace falta estudiar otro idioma para entenderse en puntos tan elementales como higiene personal, aprovechamiento del tiempo y pautas espirituales.
Hablar de futuro, relaciones sexuales o elección de amistades exige casi un doctorado en Sicología… Al menos eso sentimos desde una «desfasada» adultez en una época en que la educación violenta resulta anacrónica, pero apenas se conocen o divulgan otras opciones efectivas.
En el nuevo siglo, la humanidad pasó de temer a los padres a temer a los hijos. Buena parte de la generación actual entre 15 y 30 años abusa de su familia de origen y no respeta el esfuerzo para criarlos con salud y, además, complacerlos en cuestiones que ni siquiera son trascendentales, como moda y tecnología.
La ley establece que a partir de los 18 años ya hay madurez sicológica para vivir de modo independiente. Sin embargo, hasta en naciones donde las condiciones materiales están creadas es frecuente ver hogares en que los jóvenes siguen dependiendo de sus madres.
Quien opta por esa tutela materna debe saber que tal dependencia siempre tiene un precio. No hay autonomía bajo reglas ajenas, y para coexistir en paz hay que acatarlas, si no por gratitud, por un elemental sentido de sobrevivencia.
Ignorar esas normas es una muestra de inmadurez, que genera mucho malestar cotidiano, sobre todo en las madres, quienes se desgastan buscando eficiencia en sus múltiples roles sociales y no pueden entender que su prole necesite cuatro gritos para coger una escoba cuando «debería nacerles por consideración».
Pero no les nace. Habrá que pedirlo sin cansarse hasta que lo hagan por juicio propio. Y no es que les falten valores. Tal vez no crean que su participación sea decisiva o se marean con planes que «nadie más puede vivir por mí», mientras que las tareas hogareñas… bueno, esas siempre fueron hechas por arte de magia y no ven la necesidad de cambiar justo ahora que tienen alas para nuevos horizontes.
El conflicto no nace por vivir bajo el mismo techo. Muchas parejas jóvenes sin vivienda propia manejan sus asuntos sin sobrecargar a nadie. Depende mucho de lo que aprendieron en la infancia. Si en su crianza no se fomentó reciprocidad, es lógico que en la adultez sigan creyendo que a mamá le gustan las alitas del pollo o disfruta planchar en lugar de salir con su pareja.
Convivir significa negociar límites. Es normal preocuparse por la tardanza nocturna o resentirse con el trato desconsiderado, sea cual sea la edad de la persona acogida. En el libro S.O.S., hijos al rescate, los profesores españoles Alejandra Ruiz y Juan González explican que la emancipación tardía y el retorno al hogar tras períodos prolongados de alejamiento suelen generar frustraciones cuando no se manejan adecuadamente, ni se respeta la intimidad de cada cual.
La doctora Blanca Manzano, ginecobstetra cubana de mucha experiencia, afirma que estas turbulencias en la dinámica familiar afectan la salud sexual y emocional de la mujer madura y, por ende, las posibilidades de priorizar su bienestar erótico.
Son mujeres atrapadas en lo que suele llamarse el nido atestado: cuando hijos o nietos se desentienden de las tareas tediosas y en ellas recaen todas las necesidades familiares. Si además deben cuidar personas ancianas o sostener económicamente ese hogar, destinan pocas horas para cuidar de sí mismas y eso va contra su autoestima.
Sentir que esa historia no tiene final irrita a cualquiera, y muchas madres gritan por impotencia, necesitadas de restablecer las pautas que alivien su peso o, al menos, hagan visible su inmenso sacrificio.
También los hombres la pasan mal cuando no se valora su sacrificio como proveedores y su complicidad emocional. De la amenaza «deja que se entere tu padre» se pasó en pocas décadas al «mi papá sí me apoya», pero esa imagen paternal superbenévola puede desacreditar a la madre y hacer que ambos sufran al interior de su relación.
Aunque esta «pelea» se gana desde la cuna, nunca es tarde para sentarse a dialogar. El primer paso es honrar las propias leyes, porque resulta confuso cuando ciertos errores se toleran dos días sí y uno no. Además, ¿quién no sabe dónde está el punto sensiblero de su progenitora?
A fin de cuentas, la emancipación civil es un proceso bilateral. Mamá y papá también deben proponerse disfrutar esa libertad y confiar en que las habilidades y valores inculcados van a ayudar a sus críos a salir a flote, incluso cuando se equivoquen en áreas importantes.
Un proverbio que leí estando embarazada, me ayuda aún a trazar mi propia estrategia materna: «Los padres se esfuerzan tanto por darles a sus hijos lo que no tuvieron, que se olvidan de dar lo que sí tuvieron». Y si algo tuvo mi generación, fue disciplina y sacrificio familiar.