El mar como un vasto cristal azogado refleja la lámina de un cielo de zinc; lejanas bandadas de pájaros manchan el fondo bruñido de pálido gris.
El sol como un vidrio redondo y opaco con paso de enfermo camina al cenit; el viento marino descansa en la sombra teniendo de almohada su negro clarín.
Las ondas que mueven su vientre de plomo debajo del muelle parecen gemir. Sentado en un cable, fumando su pipa, está un marinero pensando en las playas de un vago, lejano, brumoso país.
Es viejo ese lobo. Tostaron su cara los rayos de fuego del sol del Brasil; los recios tifones del mar de la China le han visto bebiendo su frasco de gin.
La espuma impregnada de yodo y salitre ha tiempo conoce su roja nariz, sus crespos cabellos, sus bíceps de atleta, su gorra de lona, su blusa de dril.
En medio del humo que forma el tabaco ve el viejo el lejano, brumoso país, adonde una tarde caliente y dorada tendidas las velas partió el bergantín...
La siesta del trópico. El lobo se aduerme. Ya todo lo envuelve la gama del gris. Parece que un suave y enorme esfumino del curvo horizonte borrara el confín.
La siesta del trópico. La vieja cigarra ensaya su ronca guitarra senil, y el grillo preludia un solo monótono en la única cuerda que está en su violín.