Lecturas
La Habana vivió una semana de espera apasionada. Desde el 2 de enero careció de día y hora fijos la entrada de Fidel a la capital. Parecía que su arribo ocurriría en cualquier momento y las agencias de prensa contribuían no poco a la confusión, pues las noticias que transmitían lo daban indistintamente a bordo de un avión que haría inminente su llegada o, al frente de la Caravana de la Libertad, lo situaban a las puertas mismas de la ciudad. El héroe de la Sierra Maestra, que había sido capaz de derrotar a las fuerzas armadas de la tiranía, quedaba ahora, en su avance desde Santiago de Cuba hacia el occidente de la Isla, prisionero de una marejada desbordante que quería demostrarle su cariño.
Se rompían los horarios. No valían las rutas trazadas. Apenas podían hacerse predicciones. En Bayamo, donde estuvo el puesto de mando contra la guerrilla, 2 000 soldados y oficiales de la tropa derrotada se sumaban a las huestes de la victoria. Hitos obligados del recorrido eran las capitales de provincia a lo largo de la Carretera Central. En dos ocasiones, sin embargo, Fidel insistió en salirse de esa vía. En Las Villas, puso rumbo al sur a fin de saludar al pueblo de Cienfuegos, escenario del alzamiento del 5 de septiembre de 1957; en Matanzas buscaba el norte y en el cementerio de la ciudad de Cárdenas depositaba una ofrenda floral en la tumba del líder estudiantil José Antonio Echeverría, muerto cuando los sucesos del asalto al Palacio presidencial. En Camagüey, Santa Clara, Catalina de Güines, San José de las Lajas… el cálido abrazo popular atascaba el avance rebelde. Ciudades y villas reclamaban el derecho de ver y escuchar al Jefe de la Revolución.
En sus discursos, Fidel apenas aludió al pasado; a los años de sacrificio que empezaban a quedar atrás, sino que montado en la cresta palpitante de los acontecimientos se proyectó hacia el futuro y previno contra un optimismo fácil. La guerra, ciertamente, había acabado, aseveraba, pero empezaba la Revolución y un difícil camino de progreso y reformas se abría para el país. El destino de la patria no podía ser escamoteado nuevamente, advertía. En cada encuentro con su pueblo, el Comandante en Jefe echaba las bases de la nueva organización administrativa, llamaba al orden a las Milicias, apelaba a los mandos militares. Cuba entraba en una fase de reconstrucción y se imponía asumir la tarea con sentido de la responsabilidad. A la caída de la tiranía, había llamado a la huelga general revolucionaria a fin de dar al traste con las pretensiones de continuar el batistato sin Batista. Llegaba la hora de retornar al trabajo, de que los comercios abrieran de nuevo sus puertas, de que el país se normalizara.
Llegó así el 8 de enero. Los habaneros, inmovilizados frente a los televisores, esperaban el momento de volcarse a la calle para saludar a los rebeldes. De balcones y ventanas colgaban banderas cubanas y la enseña roja y negra del Movimiento 26 de Julio. Las mujeres lucían en su vestuario los mismos colores, perseguidos hasta poco antes. El Cotorro, a unos 30 minutos del centro de la ciudad, depara a Fidel una sorpresa enorme. Allí está su hijo Fidelito, vestido de verde olivo, y el comandante Juan Almeida lo alza hasta el vehículo militar en que viaja el Comandante para que padre e hijo se fundan en un abrazo.
En automóvil va Fidel desde el Cotorro hasta la Virgen del Camino. Aborda allí un yipi para internarse en la ciudad. Lo acompaña el comandante Camilo Cienfuegos y en rastras, autos, camiones y vehículos militares de todo tipo lo sigue su tropa. Son gente joven en su mayoría. Muchachos del campo que nunca antes estuvieron en La Habana y que contemplan rascacielos y avenidas con ojos de asombro, como cohibidos, con una sonrisa tímida esbozada tras las barbas legendarias.
Fidel está en la ciudad y repican las campanas de las iglesias, suenan las bocinas de los vehículos, los barcos surtos en puertos dejan escuchar sus sirenas. A todo lo largo del camino, a un lado y otro de la calle el pueblo se agolpa para saludarlo. Toma la caravana victoriosa la Avenida del Puerto. Frente al Estado Mayor de la Marina de Guerra permanece fondeado el yate Granma y el Jefe de la Revolución ordena un alto y aborda la embarcación. Disparan salvas las fragatas Máximo Gómez y José Martí. La comitiva se pone de nuevo en movimiento. A la altura de la Avenida de las Misiones dobla. Hará una segunda parada frente al Palacio presidencial para saludar al presidente Manuel Urrutia, que, junto a todos sus ministros, lo espera en la puerta de la mansión.
Suben a la segunda planta. Desde la terraza norte Fidel saluda a los que se han congregado frente a Palacio. Es una multitud compacta que se extiende desde los bordes mismos del edificio hasta el Malecón y el Castillo de la Punta.
Urrutia lo presenta. Dice:
«Cubanos: El Gobierno de la República, en el Palacio presidencial, ha abierto los brazos para recibir al gran líder de América, Fidel Castro Ruz. La democracia cubana se considera honrada con la presencia en el Palacio presidencial del gran héroe en la lucha contra la tiranía. Nuestro pueblo debe sentirse profundamente orgulloso de contarlo entre sus hijos. Es, sin lugar a dudas, el líder combatiente más abnegado de la historia… Después de derrocar la dictadura con su esfuerzo admirable no ha tomado el poder en sus manos, sino que lo ha puesto en manos de un hombre en quien él tiene fe.
«Cubanos: Nosotros juramos que sabremos hacernos dignos de ese gesto del gran líder de los cubanos. Con ustedes Fidel Castro Ruz».
Tiene Fidel que esperar a que se acallaran los clamores de júbilo para empezar a hablar. Como lo había hecho desde Santiago de Cuba y a lo largo de todo el recorrido, no quiere hacer un discurso sino, sin gestos ampulosos ni teatrales, conversar con el pueblo de tú a tú en un diálogo de amigo a amigo, de compañero a compañero.
«Este edificio nunca me gustó y me parece que no le gustaba a nadie», dijo Fidel, risueño. «Lo que más yo había subido fue ahí a ese muro, cuando era estudiante», añadió y señaló hacia el lienzo de muralla cercano a la mansión del Ejecutivo que en cierta ocasión le sirvió de tribuna para denunciar la corrupción oficial.
Prosiguió: «Ustedes quisieran saber cuál es la emoción que siento al entrar en Palacio. Les voy a confesar mi emoción: exactamente igual que en cualquier otro lugar de la República. No me despierta ninguna emoción especial. Es un edificio que para mí, en este instante, tiene todo el valor de que en él se alberga el Gobierno Revolucionario de la República.
«Si por el cariño fuera, el lugar donde por motivo de hondo sentimiento yo quisiera vivir, sería el Pico Turquino. Porque frente a la fortaleza de la tiranía opusimos la fortaleza de nuestras montañas invictas».
Enseguida invitó al pueblo a que se trasladara al campamento de Columbia, sede del Estado Mayor de las Fuerzas Armadas de la tiranía y centro, hasta poco antes, del poder en Cuba. Añadió: «Ahora Columbia es del pueblo. Y que los tanques, que ahora son del pueblo, vayan a la vanguardia del pueblo, abran el camino. Nadie le impedirá la entrada y nos reuniremos allá».
Comentó el Comandante en Jefe que alguien, al ver aquella multitud concentrada frente a Palacio, había dicho que se requeriría de la protección de mil soldados para atravesarla.
«Y yo digo que no. Yo solo voy a pasar por donde está el pueblo. Dicen eso porque han visto tanta emoción y tanto entusiasmo que tienen miedo que nos vayan a dañar. Sin embargo, el pueblo tiene que cuidar de los revolucionarios.
«Voy a demostrar una vez más que conozco al pueblo. Sin que vaya un soldado delante le voy a pedir al pueblo que abra una fila. Yo voy a atravesar solo por esa senda, junto al Presidente de la República. Así, compatriotas, le vamos a demostrar al mundo entero, a los periodistas que están aquí presentes, la disciplina y el civismo del pueblo de Cuba. Abran una fila y por ahí marcharemos para que vean que no hace falta un solo soldado para pasar por entre el pueblo».
Salen Fidel y Urrutia a la calle y la multitud, en un gesto espontáneo, refluye hacia la línea de los edificios, se apretuja, se funde en una masa enorme. Avanzan el Comandante y el Presidente y detrás de ellos vuelve a cerrarse el cuadro.
La Caravana de la Libertad se pone otra vez en movimiento. Alcanza el Malecón y tuerce por la Avenida 23, camino de la Ciudad Militar de Columbia. Cada vez son más los que siguen al líder rebelde, pues la gente, lejos de conformarse con verlo pasar, se incorpora al impresionante desfile. Los turistas norteamericanos que se alojan en el hotel Habana Libre destrozan las páginas de los directorios telefónicos y, a la manera de Broadway, hacen caer sobre Fidel los finos pedazos.
Los corresponsales extranjeros acreditados en Cuba no salen de su asombro. Pese a que hay entre ellos gente muy avezada, que ha caminado mucho, ninguno recuerda haber visto nada similar en el ejercicio de su vida profesional. El reportero de la Columbia Broadcasting System lo reconoce explícitamente y eso que él presenció la bienvenida a los generales Eisenhover y Mc Arthur al finalizar la II Guerra Mundial, muy inferior en público y en calor humano. Jules Dubois, a quien le tocó «cubrir» los derrocamientos de Juan Domingo Perón, en la Argentina; Gustavo Rojas Pinillas, en Colombia, y Marcos Pérez Jiménez, en Venezuela, está estupefacto. «Es el espectáculo más extraordinario que he visto en mis 30 años de periodista» asegura, y otro reportero norteamericano expresa que lo que está viendo es muy superior al recibimiento del general De Gaulle en París tras la liberación.
No había en Columbia soldados que impidieran la entrada del pueblo. La masa enorme, adueñada del polígono militar, daba fe de la magnitud de la victoria. Asisten también soldados y oficiales del ejército derrotado.
Comenzó Fidel sus palabras. En su hombro izquierdo se posaba una paloma blanca. Es un instante de emoción. El héroe de la guerra se desdoblaba en conductor de pueblo.
«El pueblo, el pueblo ganó la guerra. Esta guerra no la ganó nadie más que el pueblo… Y por tanto, antes que nada está el pueblo».
En su histórica alocución, el Comandante en Jefe señaló los deberes de los revolucionarios, hizo un llamado a favor de la paz y recalcó la necesidad de que todas las fuerzas que lucharon contra la tiranía se unan para trabajar juntas a favor del pueblo cubano.
En medio de una ovación frenética concluyó Fidel sus palabras. Era ya de madrugada y le pidieron que se quedara a dormir en lo que hasta días antes había sido la residencia de Batista. No aceptó la propuesta y fue a descansar a un modesto hotel de la calle Monserrate, en La Habana Vieja, donde solía alojarse en sus días de estudiante universitario.